14 Pero persiste tú en lo que has aprendido y te persuadiste,
sabiendo de quién has aprendido 15 y que desde la niñez has sabido las Sagradas Escrituras, las cuales te pueden hacer sabio para
la salvación por la fe que es en Cristo Jesús. 16 Toda la Escritura es inspirada por Dios y útil para enseñar, para redargüir, para
corregir, para instruir en justicia, 17 a fin de que el hombre de Dios sea perfecto, enteramente preparado
para toda buena obra.
1 Te suplico encarecidamente delante de Dios y del Señor
Jesucristo, que juzgará a los vivos y a los muertos en su manifestación y en su Reino, 2 que prediques la palabra y que instes a tiempo y fuera de
tiempo. Redarguye, reprende, exhorta con toda paciencia y doctrina, 3 pues vendrá tiempo cuando no soportarán la sana doctrina,
sino que, teniendo comezón de oir, se amontonarán maestros conforme a sus
propias pasiones, 4 y apartarán de la verdad el oído y se volverán a las fábulas. 5 Pero tú sé sobrio en todo, soporta las aflicciones, haz
obra de evangelista, cumple tu ministerio. 2 Timoteo 3:14 - 4:5
Señor, me reconozco incapaz de transmitir positividad a
los que me rodean.
Estoy agotado. Mi cuerpo renquea. Mi mente no está tan
lúcida como quisiera.
Mi trabajo empieza a ser una rueda sin alma. Me siento el
asno tras la zanahoria, dejando una huella tan profunda, y perfecta, como
inútil.
Señor, Tú siempre has estado a mi lado, aun en las
circunstancias más difíciles, y ahora no alcanzo a verte más allá de cómo una
sombra, un eco en los que me rodean.
Perseveramos en la oración, sin hora ni espacio para
compartirla, pero no nos fortalece, no nos renueva, porque no te la ofrecemos
en Comunión.
Señor, te necesito. No me abandones.
Gracias, Señor, por mi debilidad, por la fragilidad del
terreno que piso. Sabes que me crezco ante la dificultad. Mi esperanza es
alcanzar el corazón de los que me acompañan en el camino y llevarlos hacia Ti.
Gracias, Señor, por las pruebas que paso cada día, por
los desiertos donde predico y por la noria en la que doy vueltas. Sin Tu ayuda
estoy perdido.
Gracias, Señor, por mi inutilidad, mi necesidad y mi
abandono, porque me hacen humilde y no orgulloso, sabio y no redicho, palabra
para compartir y no palabra para dominar,
Gracias, Señor, por dejarme ser tu susurro y tu altavoz,
cada semana en esta oración.
LA PALABRA:
Lucas 18,1-8
Les propuso una
parábola para inculcarles que era preciso orar siempre sin desfallecer: «Había
en una ciudad un juez que ni temía a Dios ni respetaba a los hombres. Había en
aquella misma ciudad una viuda que, acudiendo a él, le dijo: `¡Hazme justicia
contra mi adversario!' Durante mucho tiempo no quiso, pero después se dijo a sí
mismo: `Aunque no temo a Dios ni respeto a los hombres, como esta viuda me
causa molestias, le voy a hacer justicia para que deje de una vez de
importunarme.'»
Dijo, pues, el Señor:
«Oíd lo que dice el juez injusto; pues, ¿no hará Dios justicia a sus elegidos,
que están clamando a él día y noche? ¿Les hará esperar? Os digo que les hará
justicia pronto. Pero, cuando el Hijo del hombre venga, ¿encontrará la fe sobre
la tierra?»
El auxilio nos
viene del Señor. Con la oración nos hacemos
invencibles. Y rezar es hablar con nuestro padre Dios. ¿Probamos?
invencibles. Y rezar es hablar con nuestro padre Dios. ¿Probamos?
“El auxilio me viene del Señor” Aunque nos cueste reconocerlo, la verdad es
que nosotros solemos acudir a Dios como último recurso, cuando ya humanamente
no hay nada que hacer. El salmo responsorial de la misa de hoy nos lo recuerda:
“El auxilio me viene del Señor que hizo el cielo y la tierra”.
Nos leían en
la primera Lectura: “En aquellos días Moisés atacó a Amalec. Y a Moisés, hombre
de Dios, se le ocurrió una estrategia muy común en él: se puso en oración con las manos en alto. Mientras
las tenía así, vencía. Y fue de este modo como ganó la guerra. “Levanto mis
ojos a los montes –continúa el texto del salmo responsorial-. ¿De dónde me
vendrá el auxilio? El auxilio me viene del Señor que hizo el cielo y la
tierra”.
El evangelio
nos propone la imagen de un hombre del que no se puede esperar nada.
Inaccesible, insensible. Las súplicas más angustiosas rebotan contra aquella
armadura de dureza imposible de vencer. De otra parte, la imagen de una viuda,
imagen de la debilidad desarmada. Privada de apoyos, desprovista de
recomendaciones. La batalla, a primera vista, parece perdida. La debilidad
indefensa no tiene posibilidad alguna de triunfar sobre la fuerza arrogante y
sobre l indiferencia impenetrable.
A pesar de todo, la pobre mujer no se arredra.
Va a ver al juez una, diez, veinte veces. Lo aborda apenas se pone a tiro. Y no
se cansa frente a los desplantes. Lo persigue, lo acosa, le rompe los oídos. Al
final él tiene que capitular. No aguanta más estos lamentos. Y decide hacer
justicia a la mujer para quitársela de en medio. En realidad la viuda había
intuido que el juez invencible tenía un punto débil. Precisamente su egoísmo,
su deseo de no ser molestado. La insistencia de la solicitante termina por
aburrir al representante de la ley. La debilidad ha prevalecido sobre la
fuerza.
No hemos de tener miedo a nuestra
debilidad. Al contrario, tenemos que alegrarnos de ella. No nos desanimemos a
causa de nuestra impotencia. No nos dejemos impresionar por las dificultades
“invencibles”. El arma decisiva la tenemos nosotros en la oración precisamente.
La pobre viuda tenía ante sí a un juez
que ni temía a Dios ni le importaban los hombres. Cuando nosotros rezamos no
nos escucha un juez insensible, sino un padre que se deja herir por el grito de sus hijos.
No, no es la debilidad contra la fuerza. Es
una debilidad (la nuestra) contra otra debilidad (la de Dios. Y nada más
vulnerable que un Dios que ama). Dios, a diferencia del juez perezoso, no nos
oye para no ser molestado más. Él, al contrario, ama nuestra insistencia
fastidiosa. Agradece nuestras demandas machaconas. Desea ser importunado:
“Pedid y se os dará, llamad y se os abrirá”.
No tenemos que rendirnos al cansancio. El
mismo Jesús nos enseñó con su ejemplo a rezar con pereseverancia: en el
desierto oró con insistencia. Y más tarde los cristianos son asiduos en la
oración. ¿Por qué esta insistencia en la oración? Porque el evangelista San
Lucas que es el autor del evangelio de hoy, prevé que la Iglesia ha de vivir
tiempos difíciles. Correrá el peligro de perder su fe, su confianza, su
esperanza. Es rezando como se llega incluso a dar la vida gustosos por Cristo,
como lo hicieron los 522 mártires que eran declarados beatos el pasado
domingo.
Nos lo dijo el propio Jesús: “Legarán tiempos en que os
perseguirán, os echarán mando. Con vuestra perseverancia salvaréis vuestras
almas”.
REFLEXIÓN
Afirman los biblistas
que uno de los temas más sobresalientes de todo el evangelio de Lucas es el de
oración. Y es verdad. Quizá más que los otros tres, el evangelista médico
nos presenta esta faceta de la personalidad de Jesucristo. Y abundan también
las enseñanzas de nuestro Señor sobre este argumento.
Hace algunos meses reflexionábamos en el Padrenuestro, en la
parábola del amigo inoportuno y en la exhortación de Jesús a la oración
confiada y perseverante al Padre celestial. Y ahora vuelve nuevamente sobre el
tema en este domingo, hablándonos de la parábola del juez inicuo y de la viuda.
Es muy interesante lo que nos dice el mismo san Lucas al inicio
de esta exhortación: “Jesús –nos refiere— para explicar a los discípulos cómo
tenían que orar siempre sin desanimarse, les propuso esta parábola”. El objetivo está bastante claro: quiere
enseñarnos a orar siempre y con perseverancia, y a no cansarnos ante las
dificultades, incluso cuando parezca que Dios no escucha nuestras plegarias.
Esta historia resulta
bastante sugerente. Nuestro Señor nos presenta a un juez inicuo, sin
escrúpulos, despreocupado, injusto y sin ningún temor de Dios ni de los hombres.
Y había también una pobre viuda, que acudía a él con frecuencia y le pedía que
le hiciera justicia. El juez, altanero e irresponsable, al principio se negó y
le dio largas al asunto. “¡Total, se trata de una pobre mujer, y además viuda!”
–tal vez pensaría ese juez injusto—. En
Israel, como en todo el antiguo Oriente, los huérfanos y las viudas eran el
símbolo de la debilidad, pues no contaban con un padre o un esposo que pudiera
protegerlos y velar por ellos. Tal vez por eso aquel juez se sentía seguro
en su indolencia.
Sin embargo, aquella mujer le seguía insistiendo. Y es
impresionante la descripción que nos hace Jesús de ese juez: “Aunque ni temo a
Dios ni me importan los hombres –se dijo— como esa viuda me está fastidiando,
le haré justicia, no vaya a acabar pegándome en la cara”. Y es el mismo Señor
quien pondera la actitud y la respuesta de este desalmado. Y enseguida viene la
pregunta y la aplicación de Jesús: “pues Dios, ¿no hará justicia a sus elegidos
que le gritan de día y de noche? ¿o les dará largas? Os digo que les hará
justicia sin tardar”.
Está claro que Dios escuchará nuestras plegarias sólo si
nosotros somos perseverantes y no nos cansamos de presentarle nuestras
peticiones. Por supuesto que Dios no se identifica, absolutamente, con ese
juez. La parábola nos impresiona por el contraste: si aquél, siendo tan
canalla, atiende a la viuda porque se lo pide hasta hartarlo, ¿cómo no hará
caso nuestro Padre celestial a las súplicas que le dirigimos, si Él es
infinitamente bueno y generoso?
Pero cabría ahora
preguntarnos si nosotros, efectivamente, somos perseverantes en la oración, o
si desistimos después de dos o tres intentos. Se cuenta que un joven
sacerdote que trabajaba en una parroquia cercana a Ars, fue un día a desfogarse
con el santo Cura y a expresarle toda su amargura porque, no obstante todo el
trabajo pastoral que realizaba, sólo veía escasos frutos en las almas. Y se
lamentó: “¡He hecho todo lo posible, pero no veo ningún fruto!”. A lo cual, el
cura de Ars le respondió: “¿Has hecho realmente todo lo posible? ¿De verdad
rezas con toda el alma a Dios? ¿Has pasado noches en oración pidiendo al buen
Dios que te ayude?”.
Debemos aprender la lección. Tal vez nos contentamos con
pedirle a Dios una o dos veces aquello que necesitamos, y ya. Pero Jesús nos
enseña una cosa muy distinta. Nos viene casi a decir que Dios quiere que lo
“hartemos” con nuestras súplicas; que Él
quiere que insistamos en la oración y no nos preocupemos si podemos resultarle
“cansones”, pues así probamos la fe, la confianza y el amor filial que le
tenemos.
Pero, para ello,
necesitamos de una fe muy grande y muy viva en Dios nuestro Padre; y una fe en
que, aquello que le pedimos, nos lo va a conceder. Y es lo que Jesús nos
dice al final del evangelio de hoy: “Cuando venga el Hijo del hombre,
¿encontrará esta fe en la tierra?”. Es una pregunta muy fuerte e impresionante.
Al menos, ¿tenemos nosotros esa fe que nos pide nuestro Señor? ¿es tan grande
nuestra fe que es capaz de iluminar las tinieblas del mundo en que vivimos y de
alimentar la fe de los demás?...... Ojalá que sí. Pidámosle hoy a Jesús esa gracia. P.
Sergio Cordova
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