sábado, 31 de octubre de 2020

SÉ TÚ MISM@ Y BRILLA (31OCT2020) GAUDATE ET EXSULTATE:CAPÍTULO PRIMERO EL LLAMADO A LA SANTIDAD.

 CAPÍTULO 1

https://www.youtube.com/watch?v=RyOMSKNgQTk


EXHORTACIÓN APOSTÓLICA GAUDETE ET EXSULTATE DEL SANTO PADRE FRANCISCO SOBRE EL LLAMADO A LA SANTIDAD EN EL MUNDO ACTUAL 

1. «Alegraos y regocijaos» (Mt 5,12), dice Jesús a los que son perseguidos o humillados por su causa. El Señor lo pide todo, y lo que ofrece es la verdadera vida, la felicidad para la cual fuimos creados. Él nos quiere santos y no espera que nos conformemos con una existencia mediocre, aguada, licuada. En realidad, desde las primeras páginas de la Biblia está presente, de diversas maneras, el llamado a la santidad. Así se lo proponía el Señor a Abraham: «Camina en mi presencia y sé perfecto» (Gn 17,1). 

2. No es de esperar aquí un tratado sobre la santidad, con tantas definiciones y distinciones que podrían enriquecer este importante tema, o con análisis que podrían hacerse acerca de los medios de santificación. Mi humilde objetivo es hacer resonar una vez más el llamado a la santidad, procurando encarnarlo en el contexto actual, con sus riesgos, desafíos y oportunidades. Porque a cada uno de nosotros el Señor nos eligió «para que fuésemos santos e irreprochables ante él por el amor» (Ef 1,4). C

CAPÍTULO PRIMERO EL LLAMADO A LA SANTIDAD 

Los santos que nos alientan y acompañan 

3. En la carta a los Hebreos se mencionan distintos testimonios que nos animan a que «corramos, con constancia, en la carrera que nos toca» (12,1). Allí se habla de Abraham, de Sara, de Moisés, de Gedeón y de varios más (cf. 11,1-12,3) y sobre todo se nos invita a reconocer que tenemos «una nube tan ingente de testigos» (12,1) que nos alientan a no detenernos en el camino, nos estimulan a seguir caminando hacia la meta. Y entre ellos puede estar nuestra propia madre, una abuela u otras personas cercanas (cf. 2 Tm 1,5). Quizá su vida no fue siempre perfecta, pero aun en medio de imperfecciones y caídas siguieron adelante y agradaron al Señor. 

4. Los santos que ya han llegado a la presencia de Dios mantienen con nosotros lazos de amor y comunión. Lo atestigua el libro del Apocalipsis cuando habla de los mártires que interceden: «Vi debajo del altar las almas de los degollados por causa de la Palabra de Dios y del testimonio que mantenían. Y gritaban con voz potente: “¿Hasta cuándo, Dueño santo y veraz, vas a estar sin hacer justicia?”» (6,9-10). Podemos decir que «estamos rodeados, guiados y conducidos por los amigos de Dios […] No tengo que llevar yo solo lo que, en realidad, nunca podría soportar yo solo. La muchedumbre de los santos de Dios me protege, me sostiene y me conduce»[1]. 

5. En los procesos de beatificación y canonización se tienen en cuenta los signos de heroicidad en el ejercicio de las virtudes, la entrega de la vida en el martirio y también los casos en que se haya verificado un ofrecimiento de la propia vida por los demás, sostenido hasta la muerte. Esa ofrenda expresa una imitación ejemplar de Cristo, y es digna de la admiración de los fieles[2]. Recordemos, por ejemplo, a la beata María Gabriela Sagheddu, que ofreció su vida por la unión de los cristianos. 


Los santos de la puerta de al lado 

6. No pensemos solo en los ya beatificados o canonizados. El Espíritu Santo derrama santidad por todas partes, en el santo pueblo fiel de Dios, porque «fue voluntad de Dios el santificar y salvar a los hombres, no aisladamente, sin conexión alguna de unos con otros, sino constituyendo un pueblo, que le confesara en verdad y le sirviera santamente»[3]. El Señor, en la historia de la salvación, ha salvado a un pueblo. No existe identidad plena sin pertenencia a un pueblo. Por eso nadie se salva solo, como individuo aislado, sino que Dios nos atrae tomando en cuenta la compleja trama de relaciones interpersonales que se establecen en la comunidad humana: Dios quiso entrar en una dinámica popular, en la dinámica de un pueblo. 

7. Me gusta ver la santidad en el pueblo de Dios paciente: a los padres que crían con tanto amor a sus hijos, en esos hombres y mujeres que trabajan para llevar el pan a su casa, en los enfermos, en las religiosas ancianas que siguen sonriendo. En esta constancia para seguir adelante día a día, veo la santidad de la Iglesia militante. Esa es muchas veces la santidad «de la puerta de al lado», de aquellos que viven cerca de nosotros y son un reflejo de la presencia de Dios, o, para usar otra expresión, «la clase media de la santidad»[4]. 

8. Dejémonos estimular por los signos de santidad que el Señor nos presenta a través de los más humildes miembros de ese pueblo que «participa también de la función profética de Cristo, difundiendo su testimonio vivo sobre todo con la vida de fe y caridad»[5]. Pensemos, como nos sugiere santa Teresa Benedicta de la Cruz, que a través de muchos de ellos se construye la verdadera historia: «En la noche más oscura surgen los más grandes profetas y los santos. Sin embargo, la corriente vivificante de la vida mística permanece invisible. Seguramente, los acontecimientos decisivos de la historia del mundo fueron esencialmente influenciados por almas sobre las cuales nada dicen los libros de historia. Y cuáles sean las almas a las que hemos de agradecer los acontecimientos decisivos de nuestra vida personal, es algo que solo sabremos el día en que todo lo oculto será revelado»[6]. 

9. La santidad es el rostro más bello de la Iglesia. Pero aun fuera de la Iglesia Católica y en ámbitos muy diferentes, el Espíritu suscita «signos de su presencia, que ayudan a los mismos discípulos de Cristo»[7]. Por otra parte, san Juan Pablo II nos recordó que «el testimonio ofrecido a Cristo hasta el derramamiento de la sangre se ha hecho patrimonio común de católicos, ortodoxos, anglicanos y protestantes»[8]. En la hermosa conmemoración ecuménica que él quiso celebrar en el Coliseo, durante el Jubileo del año 2000, sostuvo que los mártires son «una herencia que habla con una voz más fuerte que la de los factores de división»[9]. 

El Señor llama 

10. Todo esto es importante. Sin embargo, lo que quisiera recordar con esta Exhortación es sobre todo el llamado a la santidad que el Señor hace a cada uno de nosotros, ese llamado que te dirige también a ti: «Sed santos, porque yo soy santo» (Lv 11,45; cf. 1 P 1,16). El Concilio Vaticano II lo destacó con fuerza: «Todos los fieles, cristianos, de cualquier condición y estado, fortalecidos con tantos y tan poderosos medios de salvación, son llamados por el Señor, cada uno por su camino, a la perfección de aquella santidad con la que es perfecto el mismo Padre»[10]. 

11. «Cada uno por su camino», dice el Concilio. Entonces, no se trata de desalentarse cuando uno contempla modelos de santidad que le parecen inalcanzables. Hay testimonios que son útiles para estimularnos y motivarnos, pero no para que tratemos de copiarlos, porque eso hasta podría alejarnos del camino único y diferente que el Señor tiene para nosotros. Lo que interesa es que cada creyente discierna su propio camino y saque a la luz lo mejor de sí, aquello tan personal que Dios ha puesto en él (cf. 1 Co 12, 7), y no que se desgaste intentando imitar algo que no ha sido pensado para él. Todos estamos llamados a ser testigos, pero «existen muchas formas existenciales de testimonio»[11]. De hecho, cuando el gran místico san Juan de la Cruz escribía su Cántico Espiritual, prefería evitar reglas fijas para todos y explicaba que sus versos estaban escritos para que cada uno los aproveche «según su modo»[12]. Porque la vida divina se comunica «a unos en una manera y a otros en otra»[13]. 

12. Dentro de las formas variadas, quiero destacar que el «genio femenino» también se manifiesta en estilos femeninos de santidad, indispensables para reflejar la santidad de Dios en este mundo. Precisamente, aun en épocas en que las mujeres fueron más relegadas, el Espíritu Santo suscitó santas cuya fascinación provocó nuevos dinamismos espirituales e importantes reformas en la Iglesia. Podemos mencionar a santa Hildegarda de Bingen, santa Brígida, santa Catalina de Siena, santa Teresa de Ávila o santa Teresa de Lisieux. Pero me interesa recordar a tantas mujeres desconocidas u olvidadas quienes, cada una a su modo, han sostenido y transformado familias y comunidades con la potencia de su testimonio. 

13. Esto debería entusiasmar y alentar a cada uno para darlo todo, para crecer hacia ese proyecto único e irrepetible que Dios ha querido para él desde toda la eternidad: «Antes de formarte en el vientre, te elegí; antes de que salieras del seno materno, te consagré» (Jr 1,5). 

También para ti 

14. Para ser santos no es necesario ser obispos, sacerdotes, religiosas o religiosos. Muchas veces tenemos la tentación de pensar que la santidad está reservada solo a quienes tienen la posibilidad de tomar distancia de las ocupaciones ordinarias, para dedicar mucho tiempo a la oración. No es así. Todos estamos llamados a ser santos viviendo con amor y ofreciendo el propio testimonio en las ocupaciones de cada día, allí donde cada uno se encuentra. ¿Eres consagrada o consagrado? Sé santo viviendo con alegría tu entrega. ¿Estás casado? Sé santo amando y ocupándote de tu marido o de tu esposa, como Cristo lo hizo con la Iglesia. ¿Eres un trabajador? Sé santo cumpliendo con honradez y competencia tu trabajo al servicio de los hermanos. ¿Eres padre, abuela o abuelo? Sé santo enseñando con paciencia a los niños a seguir a Jesús. ¿Tienes autoridad? Sé santo luchando por el bien común y renunciando a tus intereses personales[14]. 

15. Deja que la gracia de tu Bautismo fructifique en un camino de santidad. Deja que todo esté abierto a Dios y para ello opta por él, elige a Dios una y otra vez. No te desalientes, porque tienes la fuerza del Espíritu Santo para que sea posible, y la santidad, en el fondo, es el fruto del Espíritu Santo en tu vida (cf. Ga 5,22-23). Cuando sientas la tentación de enredarte en tu debilidad, levanta los ojos al Crucificado y dile: «Señor, yo soy un pobrecillo, pero tú puedes realizar el milagro de hacerme un poco mejor». En la Iglesia, santa y compuesta de pecadores, encontrarás todo lo que necesitas para crecer hacia la santidad. El Señor la ha llenado de dones con la Palabra, los sacramentos, los santuarios, la vida de las comunidades, el testimonio de sus santos, y una múltiple belleza que procede del amor del Señor, «como novia que se adorna con sus joyas» (Is 61,10). 

16. Esta santidad a la que el Señor te llama irá creciendo con pequeños gestos. Por ejemplo: una señora va al mercado a hacer las compras, encuentra a una vecina y comienza a hablar, y vienen las críticas. Pero esta mujer dice en su interior: «No, no hablaré mal de nadie». Este es un paso en la santidad. Luego, en casa, su hijo le pide conversar acerca de sus fantasías, y aunque esté cansada se sienta a su lado y escucha con paciencia y afecto. Esa es otra ofrenda que santifica. Luego vive un momento de angustia, pero recuerda el amor de la Virgen María, toma el rosario y reza con fe. Ese es otro camino de santidad. Luego va por la calle, encuentra a un pobre y se detiene a conversar con él con cariño. Ese es otro paso. 

17. A veces la vida presenta desafíos mayores y a través de ellos el Señor nos invita a nuevas conversiones que permiten que su gracia se manifieste mejor en nuestra existencia «para que participemos de su santidad» (Hb 12,10). Otras veces solo se trata de encontrar una forma más perfecta de vivir lo que ya hacemos: «Hay inspiraciones que tienden solamente a una extraordinaria perfección de los ejercicios ordinarios de la vida»[15]. Cuando el Cardenal Francisco Javier Nguyên van Thuânestaba en la cárcel, renunció a desgastarse esperando su liberación. Su opción fue «vivir el momento presente colmándolo de amor»; y el modo como se concretaba esto era: «Aprovecho las ocasiones que se presentan cada día para realizar acciones ordinarias de manera extraordinaria»[16]. 

18. Así, bajo el impulso de la gracia divina, con muchos gestos vamos construyendo esa figura de santidad que Dios quería, pero no como seres autosuficientes sino «como buenos administradores de la multiforme gracia de Dios» (1 P 4,10). Bien nos enseñaron los Obispos de Nueva Zelanda que es posible amar con el amor incondicional del Señor, porque el Resucitado comparte su vida poderosa con nuestras frágiles vidas: «Su amor no tiene límites y una vez dado nunca se echó atrás. Fue incondicional y permaneció fiel. Amar así no es fácil porque muchas veces somos tan débiles. Pero precisamente para tratar de amar como Cristo nos amó, Cristo comparte su propia vida resucitada con nosotros. De esta manera, nuestras vidas demuestran su poder en acción, incluso en medio de la debilidad humana»[17].

 Tu misión en Cristo 

19. Para un cristiano no es posible pensar en la propia misión en la tierra sin concebirla como un camino de santidad, porque «esta es la voluntad de Dios: vuestra santificación» (1 Ts 4,3). Cada santo es una misión; es un proyecto del Padre para reflejar y encarnar, en un momento determinado de la historia, un aspecto del Evangelio. 20. Esa misión tiene su sentido pleno en Cristo y solo se entiende desde él. En el fondo la santidad es vivir en unión con él los misterios de su vida. Consiste en asociarse a la muerte y resurrección del Señor de una manera única y personal, en morir y resucitar constantemente con él. Pero también puede implicar reproducir en la propia existencia distintos aspectos de la vida terrena de Jesús: su vida oculta, su vida comunitaria, su cercanía a los últimos, su pobreza y otras manifestaciones de su entrega por amor. La contemplación de estos misterios, como proponía san Ignacio de Loyola, nos orienta a hacerlos carne en nuestras opciones y actitudes[18]. Porque «todo en la vida de Jesús es signo de su misterio»[19], «toda la vida de Cristo es Revelación del Padre»[20], «toda la vida de Cristo es misterio de Redención»[21], «toda la vida de Cristo es misterio de Recapitulación»[22], y «todo lo que Cristo vivió hace que podamos vivirlo en él y que él lo viva en nosotros»[23].

21. El designio del Padre es Cristo, y nosotros en él. En último término, es Cristo amando en nosotros, porque «la santidad no es sino la caridad plenamente vivida»[24]. Por lo tanto, «la santidad se mide por la estatura que Cristo alcanza en nosotros, por el grado como, con la fuerza del Espíritu Santo, modelamos toda nuestra vida según la suya»[25]. Así, cada santo es un mensaje que el Espíritu Santo toma de la riqueza de Jesucristo y regala a su pueblo. 

22. Para reconocer cuál es esa palabra que el Señor quiere decir a través de un santo, no conviene entretenerse en los detalles, porque allí también puede haber errores y caídas. No todo lo que dice un santo es plenamente fiel al Evangelio, no todo lo que hace es auténtico o perfecto. Lo que hay que contemplar es el conjunto de su vida, su camino entero de santificación, esa figura que refleja algo de Jesucristo y que resulta cuando uno logra componer el sentido de la totalidad de su persona[26]. 

23. Esto es un fuerte llamado de atención para todos nosotros. Tú también necesitas concebir la totalidad de tu vida como una misión. Inténtalo escuchando a Dios en la oración y reconociendo los signos que él te da. Pregúntale siempre al Espíritu qué espera Jesús de ti en cada momento de tu existencia y en cada opción que debas tomar, para discernir el lugar que eso ocupa en tu propia misión. Y permítele que forje en ti ese misterio personal que refleje a Jesucristo en el mundo de hoy. 

24. Ojalá puedas reconocer cuál es esa palabra, ese mensaje de Jesús que Dios quiere decir al mundo con tu vida. Déjate transformar, déjate renovar por el Espíritu, para que eso sea posible, y así tu preciosa misión no se malogrará. El Señor la cumplirá también en medio de tus errores y malos momentos, con tal que no abandones el camino del amor y estés siempre abierto a su acción sobrenatural que purifica e ilumina. 

La actividad que santifica 

25. Como no puedes entender a Cristo sin el reino que él vino a traer, tu propia misión es inseparable de la construcción de ese reino: «Buscad sobre todo el reino de Dios y su justicia» (Mt 6,33). Tu identificación con Cristo y sus deseos, implica el empeño por construir, con él, ese reino de amor, justicia y paz para todos. Cristo mismo quiere vivirlo contigo, en todos los esfuerzos o renuncias que implique, y también en las alegrías y en la fecundidad que te ofrezca. Por lo tanto, no te santificarás sin entregarte en cuerpo y alma para dar lo mejor de ti en ese empeño. 

26. No es sano amar el silencio y rehuir el encuentro con el otro, desear el descanso y rechazar la actividad, buscar la oración y menospreciar el servicio. Todo puede ser aceptado e integrado como parte de la propia existencia en este mundo, y se incorpora en el camino de santificación. Somos llamados a vivir la contemplación también en medio de la acción, y nos santificamos en el ejercicio responsable y generoso de la propia misión.

27. ¿Acaso el Espíritu Santo puede lanzarnos a cumplir una misión y al mismo tiempo pedirnos que escapemos de ella, o que evitemos entregarnos totalmente para preservar la paz interior? Sin embargo, a veces tenemos la tentación de relegar la entrega pastoral o el compromiso en el mundo a un lugar secundario, como si fueran «distracciones» en el camino de la santificación y de la paz interior. Se olvida que «no es que la vida tenga una misión, sino que es misión»[27]. 

28. Una tarea movida por la ansiedad, el orgullo, la necesidad de aparecer y de dominar, ciertamente no será santificadora. El desafío es vivir la propia entrega de tal manera que los esfuerzos tengan un sentido evangélico y nos identifiquen más y más con Jesucristo. De ahí que suela hablarse, por ejemplo, de una espiritualidad del catequista, de una espiritualidad del clero diocesano, de una espiritualidad del trabajo. Por la misma razón, en Evangelii gaudium quise concluir con una espiritualidad de la misión, en Laudato si’ con una espiritualidad ecológica y en Amoris laetitia con una espiritualidad de la vida familiar. 

29. Esto no implica despreciar los momentos de quietud, soledad y silencio ante Dios. Al contrario. Porque las constantes novedades de los recursos tecnológicos, el atractivo de los viajes, las innumerables ofertas para el consumo, a veces no dejan espacios vacíos donde resuene la voz de Dios. Todo se llena de palabras, de disfrutes epidérmicos y de ruidos con una velocidad siempre mayor. Allí no reina la alegría sino la insatisfacción de quien no sabe para qué vive. ¿Cómo no reconocer entonces que necesitamos detener esa carrera frenética para recuperar un espacio personal, a veces doloroso pero siempre fecundo, donde se entabla el diálogo sincero con Dios? En algún momento tendremos que percibir de frente la propia verdad, para dejarla invadir por el Señor, y no siempre se logra esto si uno «no se ve al borde del abismo de la tentación más agobiante, si no siente el vértigo del precipicio del más desesperado abandono, si no se encuentra absolutamente solo, en la cima de la soledad más radical»[28]. Así encontramos las grandes motivaciones que nos impulsan a vivir a fondo las propias tareas. 

30. Los mismos recursos de distracción que invaden la vida actual nos llevan también a absolutizar el tiempo libre, en el cual podemos utilizar sin límites esos dispositivos que nos brindan entretenimiento o placeres efímeros[29]. Como consecuencia, es la propia misión la que se resiente, es el compromiso el que se debilita, es el servicio generoso y disponible el que comienza a retacearse. Eso desnaturaliza la experiencia espiritual. ¿Puede ser sano un fervor espiritual que conviva con una acedia en la acción evangelizadora o en el servicio a los otros? 31. Nos hace falta un espíritu de santidad que impregne tanto la soledad como el servicio, tanto la intimidad como la tarea evangelizadora, de manera que cada instante sea expresión de amor entregado bajo la mirada del Señor. De este modo, todos los momentos serán escalones en nuestro camino de santificación. 

Más vivos, más humanos 

32. No tengas miedo de la santidad. No te quitará fuerzas, vida o alegría. Todo lo contrario, porque llegarás a ser lo que el Padre pensó cuando te creó y serás fiel a tu propio ser. Depender de él nos libera de las esclavitudes y nos lleva a reconocer nuestra propia dignidad. Esto se refleja en santa Josefina Bakhita, quien fue «secuestrada y vendida como esclava a la tierna edad de siete años, sufrió mucho en manos de amos crueles. Pero llegó a comprender la profunda verdad de que Dios, y no el hombre, es el verdadero Señor de todo ser humano, de toda vida humana. Esta experiencia se transformó en una fuente de gran sabiduría para esta humilde hija de África»[30]. 

33. En la medida en que se santifica, cada cristiano se vuelve más fecundo para el mundo. Los Obispos de África occidental nos enseñaron: «Estamos siendo llamados, en el espíritu de la nueva evangelización, a ser evangelizados y a evangelizar a través del empoderamiento de todos los bautizados para que asumáis vuestros roles como sal de la tierra y luz del mundo donde quiera que os encontréis»[31]. 

34. No tengas miedo de apuntar más alto, de dejarte amar y liberar por Dios. No tengas miedo de dejarte guiar por el Espíritu Santo. La santidad no te hace menos humano, porque es el encuentro de tu debilidad con la fuerza de la gracia. En el fondo, como decía León Bloy, en la vida «existe una sola tristeza, la de no ser santos»[32]. 

jueves, 29 de octubre de 2020

ORATORIO LAUDATO SI (30OCT2020) CAPÍTULO I: LO QUE ESTÁPASANDO EN NUESTRA CASA.

TRABAJO PREVIO:

LAUDATO SI CAPÍTULO PRIMERO

http://albertoseglartellista.blogspot.com/2020/05/hazte-un-rezo-mayo2020-semana-de_19.html

LAUDATO SI Cap. I VIDEO https://www.youtube.com/watch?v=5Q9zAauBEJI

 

 

 

 

 

LO QUE LE ESTÁ PASANDO A NUESTRA CASA





“¡¡Cómo tienes la habitación!! No has recogido nada y está todo tirado y sucio.

Así no se puede estar.

No le eches la culpa a nadie. No me digas que nadie te ha dicho nada.

Tú eres el responsable de cómo está tu habitación.”

Esto lo hemos oído todos más de una vez y todos hemos sabido darle respuesta y solucionarlo más o menos rápido.

Somos capaces y responsables de cuidar la Creación y a todas las criaturas.

El Señor no nos quiere preocupados, nos quiere felices y ocupados.

Y así nos lo dice en el evangelio de mateo.

No andéis preocupados por vuestra vida, qué comeréis, ni por vuestro cuerpo, con qué os vestiréis. ¿No vale más la vida que el alimento, y el cuerpo más que el vestido? Mirad las aves del cielo: no siembran, ni cosechan, ni recogen en graneros; y vuestro Padre celestial las alimenta. ¿No valéis vosotros más que ellas? Por lo demás, ¿quién de vosotros puede, por más que se preocupe, añadir un solo codo a la medida de su vida? Y del vestido, ¿por qué preocuparos? Observad los lirios del campo, cómo crecen; no se fatigan, ni hilan. Pero yo os digo que ni Salomón, en toda su gloria, se vistió como uno de ellos. (Mt 6, 25-29)

El Señor, No quiere que vivamos en el desorden, en la destrucción de la Creación.

Y la clave para que esto no ocurra es no ser egoístas, pensar en  y para los demás.

Y así lo entendió y lo hizo la Madre Matilde.

Escuchad cómo lo expresaba:

255 Porque hasta entonces parecía algo en ser pobres, desatendidas de aquellos que esperaban llamar sus amigos; ignorando el mundo que iban a hacer, y dispuestas a no molestar a nadie, haciendo el bien que pudieran a todos, ofreciéndose a Dios en su presencia todos los días por la oración, la acción y el sacrificio.

 

Por esta razón intentaremos seguir su ejemplo y rezaremos por todos, nos pondremos manos a la obra con los más necesitados y así seremos conscientes que hacer todo esto nos va a suponer un sacrificio personal.

Por eso para este mes os pedimos que realicéis algún gesto visible que muestre nuestro compromiso y recemos todos juntos la oración del cántico de las criaturas de San Francisco de Asís.

ORACIÓN

Alabado seas, mi Señor,
en todas tus criaturas,
especialmente en el Señor hermano sol,
por quien nos das el día y nos iluminas.

Y es bello y radiante con gran esplendor,
de ti, Altísimo, lleva significación.

Alabado seas, mi Señor,
por la hermana luna y las estrellas,
en el cielo las formaste claras y preciosas y bellas.

Alabado seas, mi Señor, por el hermano viento
y por el aire y la nube y el cielo sereno y todo tiempo,
por todos ellos a tus criaturas das sustento.

Alabado seas, mi Señor, por el hermano fuego,
por el cual iluminas la noche,
y es bello y alegre y vigoroso y fuerte.

Alabado seas, mi Señor,
por la hermana nuestra madre tierra,
la cual nos sostiene y gobierna
y produce diversos frutos con coloridas flores y hierbas.

Alabado seas, mi Señor,
por aquellos que perdonan por tu amor,
y sufren enfermedad y tribulación;
bienaventurados los que las sufran en paz,

Alaben y bendigan a mi Señor
y denle gracias y sírvanle con gran humildad.

 

 

No tengáis miedo.

Ánimo y adelante.

Sé tú mism@ y brilla.

SÉ TÚ MISM@ Y BRILLA (29OCT2020) LA BIBLIA


AÑO DE LA BIBLIA (OCTUBRE). LIBROS POÉTICOS (II). EL CANTAR DE LOS CANTARES Y LAS LAMENTACIONES


El Cantar de los cantares es un poema de amor humano en su plenitud, expresado en diálogos entre el amado y la amada, una joya de la literatura hebrea y de la literatura universal. Este poema es plenamente humano, amor de cuerpo y espíritu, apasionado, lúdico, sensual; no tiene nada propiamente religioso, sapiencial ni ético; solamente puede entreverse una alusión a Dios en 8,6 “es fuerte el amor como la muerte… es centella de fuego, llamarada divina”.

Y surge la pregunta ¿por qué está en la Biblia? La respuesta inmediata y práctica lo justifica porque eran unos poemas que se leían tradicionalmente en la fiesta de la Pascua judía y nadie había cuestionado su inclusión en el canon hebreo hasta que un rabino lo hizo en el siglo I de nuestra era, y entonces ya era tradición. Y del canon hebreo pasó al canon cristiano. Pero las costumbres se mantienen cuando tienen un por qué más profundo, como ahora veremos.



Esta aparente disonancia del poema amoroso en el canon religioso ha dado origen a dos tipos de interpretación; unas alegóricas y otras literales y naturalistas.

Las interpretaciones alegóricas judías explicaron que se trataba del amor de Dios con su pueblo, las cristianas lo aplicaron al amor de Cristo con la Iglesia (Efesios 5,31-33) y más tarde, en clave mística como amor de Cristo con el alma.

Las interpretaciones naturalistas, tanto judías como cristianas, lo entienden como expresión del verdadero amor de una pareja, ya sea histórica o idealizada, que abarca los aspectos espirituales y los corporales del amor humano, descritos con realismo y con finura poética.

Quizás ambas interpretaciones tengan razón. Los autores de estos poemas de bodas pensaron en el amor humano; los intérpretes sapienciales comprendieron que el amor humano es una “centella de fuego, una llamarada divina”, un reflejo del amor de Dios, una participación del mismo Dios, que es amor y que fundamenta nuestro mismo ser. El amor entre el amado y la amada es el mayor grado de entrega mutua y de identificación entre dos seres: “serán dos en una sola carne” (Génesis 2,24; Mc 10,6-9). “Afirmando el amor humano, es posible descubrir en él la revelación de Dios, que es amor” (Schökel). Y este canto de amor humano inspiró a san Juan de la cruz para expresar su experiencia mística del amor que identifica al alma con Dios.

El título, El Cantar de los cantares, es un modo de expresar el superlativo: el cantar por excelencia. El mismo texto parece atribuirlo a Salomón, por ser el modelo del sabio y de una época esplendor, pero es obra de varios autores, con influencias de varias épocas y de varios pueblos con los que tuvieron contacto los hebreos. Consta de cinco poemas en forma de diálogo entre la esposa y el esposo en igualdad: “yo soy de mi amado y mi amado es mío” (6,3-4), con un coro de fondo, y estructurado como un solo poema hacia el siglo V o IV a. C.

Expresa los movimientos vitales del amor: deseo-satisfacción (1,12-15), búsqueda-encuentro (3,1-5), pérdida-posesión (5,2-8), ocultamiento-manifestación. Utiliza para ello sencillas imágenes de la naturaleza, y de la vida pastoril o de la vida cortesana, descritas con el color, sonido, olor, y sabor, que recrean en el lector las sensaciones de los amantes (4,1-7). Esta variedad de escenarios en que sitúa a los protagonistas más que ambientes reales parecen obedecer a la fantasía creativa del amor.


Destacaremos aquí una muestra que invite a la lectura completa de esta joya tan divinamente humana (1,13-15).

Amada

Mi amado es para mí una bolsa de mirra

que descansa entre mis pechos;

mi amado es para mí

como un ramo florido de ciprés

de los jardines de Engadí.

Amado

¡Qué hermosa eres, mi amada, qué hermosa eres!

Tus ojos son palomas.



Lecturas recomendadas

Alfonso Ropero Berzosa: “Cantar de los cantares” en Gran Diccionario Enciclopédico de la Biblia, ed. CLIE 2013 2ª edición.

Xabier Pikaza: “Ciudad Biblia. Una guía para adentrarse, perderse y encontrarse en los libros bíblicos”. Ed verbo divino 2019. Antiguo Testamento 5 Libros sapienciales, Cantar de los cantares, p. 119.

Luis Alonso Schökel: Nueva Biblia española. Ed Cristiandad 1975. Introducción al Cantar de los cantares.

Biblia Traducción Interconfesional (BTI). Ed Biblioteca de Autores cristianos, Editorial verbo divino, Sociedades Bíblicas Unidas, 2008. Introducción al Cantar de los cantares, y aclaraciones a pie de página a casi todos los versículos.



Las Lamentaciones

Las Lamentaciones, o Trenos, fueron atribuidos a Jeremías, pero es obra de varios autores que compusieron cinco elegías por la destrucción de Jerusalén y del Templo, la persecución, matanza y deportación del pueblo a Babilonia (586 a. C.): “somos dominados por esclavos / y no hay quien nos libre de su mano… Violaron a las mujeres en Sion... Colgaron de sus manos a los nobles… niños tropezaban bajo el peso de la leña” (5,8-13).

Los autores lamentan la situación emocional, personal y colectiva, del pueblo “sin rey, sin Templo, y sin instituciones, empobrecido, desorganizado, y religiosamente abandonado” porque estas instituciones eran el símbolo que garantizaba la fidelidad de Dios en su Alianza y en sus promesas (BTI). La liturgia cristiana ha adoptado estas Lamentaciones el viernes santo como duelo por la muerte de Jesús.


Conforme a la arraigada concepción teísta, atribuyen directamente a Dios esta desoladora situación: “¡Como ha nublado mi Dios / con su cólera a Sion! ...Dios destruyó sin piedad / las moradas de Jacob, arrasó las fortalezas... y echó por tierra, humillados / a su reino y a sus príncipes” (2,1-2). Hoy comprendemos que la causa de la destrucción de Jerusalén fue la ambición de Nabucodonosor y la mala política de los reyes de Judá; y la causa más profunda fue la codicia del invasor y la codicia de los potentados y de los sacerdotes de Judá. No es un castigo de Dios sino las consecuencias del abandono y desprecio de una ley moral de justicia y solidaridad (incluida también en la Alianza del pueblo con Dios).

La fe del pueblo reconoce esta situación como el merecido castigo por su propia infidelidad, pero surge también la pregunta sobre el injusto sufrimiento que padecen los inocentes. La tercera Lamentación se plantea estos problemas y descubre el valor del sufrimiento paciente de los justos, y mantiene la esperanza en la misericordia divina que es más duradera que la justicia de su castigo: “Pero algo viene a mi mente / que me llena de esperanza / que tu amor, Señor no cesa, ni tu compasión se agota” (3,21-22). “Pero tú, Señor, reinas por siempre, / tu trono permanece eternamente… Haznos volver a ti, Señor, y volveremos; haz que nuestros días sean como antaño” (5,19). Este tema lo veremos mejor en el Libro de Job.

Como recurso literario principal, estos autores han adoptado el acróstico con las 22 letras de al alfabeto hebreo (el alefato), cada una marcando el inicio de cada estrofa. Este recurso no afecta directamente a las traducciones, pero ha dejado un rastro de repeticiones o de frases de relleno que retardan el dinamismo de la elegía.

Comprenderemos mejor estas elegías si evocamos las devastaciones en las guerras europeas y española del siglo XX y la que provoca ahora Boko Haram en las aldeas africanas, los niños soldados, y las niñas esclavas sexuales. A pesar de todo, las religiosas, religiosos y seglares misioneros mantienen su fidelidad con el pueblo y su esperanza en un Dios amor, que respeta la libertad de los guerrilleros y alienta la generosidad de los misioneros.

Gonzalo Haya

https://www.feadulta.com/es/buscadoravanzado/item/12238-ano-de-la-biblia-octubre-libros-poeticos-ii-el-cantar-de-los-cantares-y-las-lamentaciones.html

LEE LA BIBLIA; CANTAR DE LOS CANTARES.
https://www.youtube.com/watch?v=JeTxGCZH99o&list=PLuPPHFMyRGuJAEf8OWQHklU-I5q5-SLjq&index=35

LEE LA BIBLIA: LAMENTACIONES.
https://www.youtube.com/watch?v=CWgafyPYpAU










miércoles, 28 de octubre de 2020

FRATELLI TUTTI (28OCT2020) ORACIÓN FINAL

 286. En este espacio de reflexión sobre la fraternidad universal, me sentí motivado especialmente por san Francisco de Asís, y también por otros hermanos que no son católicos: Martin Luther King, Desmond Tutu, el Mahatma Mohandas Gandhi y muchos más. Pero quiero terminar recordando a otra persona de profunda fe, quien, desde su intensa experiencia de Dios, hizo un camino de transformación hasta sentirse hermano de todos. Se trata del beato Carlos de Foucauld.

287. Él fue orientando su sueño de una entrega total a Dios hacia una identificación con los últimos, abandonados en lo profundo del desierto africano. En ese contexto expresaba sus deseos de sentir a cualquier ser humano como un hermano,[286] y pedía a un amigo: «Ruegue a Dios para que yo sea realmente el hermano de todos».[287] Quería ser, en definitiva, «el hermano universal»[288]. Pero sólo identificándose con los últimos llegó a ser hermano de todos. Que Dios inspire ese sueño en cada uno de nosotros. Amén.

 




Oración al Creador

Señor y Padre de la humanidad,
que creaste a todos los seres humanos con la misma dignidad,
infunde en nuestros corazones un espíritu fraternal.
Inspíranos un sueño de reencuentro, de diálogo, de justicia y de paz.
Impúlsanos a crear sociedades más sanas
y un mundo más digno,
sin hambre, sin pobreza, sin violencia, sin guerras.

Que nuestro corazón se abra
a todos los pueblos y naciones de la tierra,
para reconocer el bien y la belleza
que sembraste en cada uno,
para estrechar lazos de unidad, de proyectos comunes,
de esperanzas compartidas. Amén.



Oración cristiana ecuménica

Dios nuestro, Trinidad de amor,
desde la fuerza comunitaria de tu intimidad divina
derrama en nosotros el río del amor fraterno.
Danos ese amor que se reflejaba en los gestos de Jesús,
en su familia de Nazaret y en la primera comunidad cristiana.

Concede a los cristianos que vivamos el Evangelio
y podamos reconocer a Cristo en cada ser humano,
para verlo crucificado en las angustias de los abandonados
y olvidados de este mundo
y resucitado en cada hermano que se levanta.

Ven, Espíritu Santo, muéstranos tu hermosura
reflejada en todos los pueblos de la tierra,
para descubrir que todos son importantes,
que todos son necesarios, que son rostros diferentes
de la misma humanidad que amas. Amén.

 

Dado en Asís, junto a la tumba de san Francisco, el 3 de octubre del año 2020, víspera de la Fiesta del “Poverello”, octavo de mi Pontificado.

Francisco

 

martes, 27 de octubre de 2020

FRATELLI TUTTI (27OCT2020) CAPÍTULO 8: LAS RELIGIONES AL SERVICIO DE LA FRATERNIDAD EN EL MUNDO.



271. Las distintas religiones, a partir de la valoración de cada persona humana como criatura llamada a ser hijo o hija de Dios, ofrecen un aporte valioso para la construcción de la fraternidad y para la defensa de la justicia en la sociedad. El diálogo entre personas de distintas religiones no se hace meramente por diplomacia, amabilidad o tolerancia. Como enseñaron los Obispos de India, «el objetivo del diálogo es establecer amistad, paz, armonía y compartir valores y experiencias morales y espirituales en un espíritu de verdad y amor»[259].

El fundamento último

272. Los creyentes pensamos que, sin una apertura al Padre de todos, no habrá razones sólidas y estables para el llamado a la fraternidad. Estamos convencidos de que «sólo con esta conciencia de hijos que no son huérfanos podemos vivir en paz entre nosotros»[260]. Porque «la razón, por sí sola, es capaz de aceptar la igualdad entre los hombres y de establecer una convivencia cívica entre ellos, pero no consigue fundar la hermandad»[261].

273. En esta línea, quiero recordar un texto memorable: «Si no existe una verdad trascendente, con cuya obediencia el hombre conquista su plena identidad, tampoco existe ningún principio seguro que garantice relaciones justas entre los hombres: los intereses de clase, grupo o nación, los contraponen inevitablemente unos a otros. Si no se reconoce la verdad trascendente, triunfa la fuerza del poder, y cada uno tiende a utilizar hasta el extremo los medios de que dispone para imponer su propio interés o la propia opinión, sin respetar los derechos de los demás. [...] La raíz del totalitarismo moderno hay que verla, por tanto, en la negación de la dignidad trascendente de la persona humana, imagen visible de Dios invisible y, precisamente por esto, sujeto natural de derechos que nadie puede violar: ni el individuo, el grupo, la clase social, ni la nación o el Estado. No puede hacerlo tampoco la mayoría de un cuerpo social, poniéndose en contra de la minoría»[262].

274. Desde nuestra experiencia de fe y desde la sabiduría que ha ido amasándose a lo largo de los siglos, aprendiendo también de nuestras muchas debilidades y caídas, los creyentes de las distintas religiones sabemos que hacer presente a Dios es un bien para nuestras sociedades. Buscar a Dios con corazón sincero, siempre que no lo empañemos con nuestros intereses ideológicos o instrumentales, nos ayuda a reconocernos compañeros de camino, verdaderamente hermanos. Creemos que «cuando, en nombre de una ideología, se quiere expulsar a Dios de la sociedad, se acaba por adorar ídolos, y enseguida el hombre se pierde, su dignidad es pisoteada, sus derechos violados. Ustedes saben bien a qué atrocidades puede conducir la privación de la libertad de conciencia y de la libertad religiosa, y cómo esa herida deja a la humanidad radicalmente empobrecida, privada de esperanza y de ideales»[263].

275. Cabe reconocer que «entre las causas más importantes de la crisis del mundo moderno están una conciencia humana anestesiada y un alejamiento de los valores religiosos, además del predominio del individualismo y de las filosofías materialistas que divinizan al hombre y ponen los valores mundanos y materiales en el lugar de los principios supremos y trascendentes»[264]. No puede admitirse que en el debate público sólo tengan voz los poderosos y los científicos. Debe haber un lugar para la reflexión que procede de un trasfondo religioso que recoge siglos de experiencia y de sabiduría. «Los textos religiosos clásicos pueden ofrecer un significado para todas las épocas, tienen una fuerza motivadora», pero de hecho «son despreciados por la cortedad de vista de los racionalismos»[265].

276. Por estas razones, si bien la Iglesia respeta la autonomía de la política, no relega su propia misión al ámbito de lo privado. Al contrario, no «puede ni debe quedarse al margen» en la construcción de un mundo mejor ni dejar de «despertar las fuerzas espirituales»[266] que fecunden toda la vida en sociedad. Es verdad que los ministros religiosos no deben hacer política partidaria, propia de los laicos, pero ni siquiera ellos pueden renunciar a la dimensión política de la existencia[267] que implica una constante atención al bien común y la preocupación por el desarrollo humano integral. La Iglesia «tiene un papel público que no se agota en sus actividades de asistencia y educación» sino que procura «la promoción del hombre y la fraternidad universal»[268]. No pretende disputar poderes terrenos, sino ofrecerse como «un hogar entre los hogares —esto es la Iglesia—, abierto […] para testimoniar al mundo actual la fe, la esperanza y el amor al Señor y a aquellos que Él ama con predilección. Una casa de puertas abiertas. La Iglesia es una casa con las puertas abiertas, porque es madre»[269]. Y como María, la Madre de Jesús, «queremos ser una Iglesia que sirve, que sale de casa, que sale de sus templos, que sale de sus sacristías, para acompañar la vida, sostener la esperanza, ser signo de unidad […] para tender puentes, romper muros, sembrar reconciliación»[270].

La identidad cristiana

277. La Iglesia valora la acción de Dios en las demás religiones, y «no rechaza nada de lo que en estas religiones hay de santo y verdadero. Considera con sincero respeto los modos de obrar y de vivir, los preceptos y doctrinas que […] no pocas veces reflejan un destello de aquella Verdad que ilumina a todos los hombres»[271]. Pero los cristianos no podemos esconder que «si la música del Evangelio deja de vibrar en nuestras entrañas, habremos perdido la alegría que brota de la compasión, la ternura que nace de la confianza, la capacidad de reconciliación que encuentra su fuente en sabernos siempre perdonados‒enviados. Si la música del Evangelio deja de sonar en nuestras casas, en nuestras plazas, en los trabajos, en la política y en la economía, habremos apagado la melodía que nos desafiaba a luchar por la dignidad de todo hombre y mujer»[272]. Otros beben de otras fuentes. Para nosotros, ese manantial de dignidad humana y de fraternidad está en el Evangelio de Jesucristo. De él surge «para el pensamiento cristiano y para la acción de la Iglesia el primado que se da a la relación, al encuentro con el misterio sagrado del otro, a la comunión universal con la humanidad entera como vocación de todos»[273].

278. Llamada a encarnarse en todos los rincones, y presente durante siglos en cada lugar de la tierra —eso significa “católica”— la Iglesia puede comprender desde su experiencia de gracia y de pecado, la belleza de la invitación al amor universal. Porque «todo lo que es humano tiene que ver con nosotros. […] Dondequiera que se reúnen los pueblos para establecer los derechos y deberes del hombre, nos sentimos honrados cuando nos permiten sentarnos junto a ellos»[274]. Para muchos cristianos, este camino de fraternidad tiene también una Madre, llamada María. Ella recibió ante la Cruz esta maternidad universal (cf. Jn 19,26) y está atenta no sólo a Jesús sino también «al resto de sus descendientes» (Ap 12,17). Ella, con el poder del Resucitado, quiere parir un mundo nuevo, donde todos seamos hermanos, donde haya lugar para cada descartado de nuestras sociedades, donde resplandezcan la justicia y la paz.

279. Los cristianos pedimos que, en los países donde somos minoría, se nos garantice la libertad, así como nosotros la favorecemos para quienes no son cristianos allí donde ellos son minoría. Hay un derecho humano fundamental que no debe ser olvidado en el camino de la fraternidad y de la paz; el de la libertad religiosa para los creyentes de todas las religiones. Esa libertad proclama que podemos «encontrar un buen acuerdo entre culturas y religiones diferentes; atestigua que las cosas que tenemos en común son tantas y tan importantes que es posible encontrar un modo de convivencia serena, ordenada y pacífica, acogiendo las diferencias y con la alegría de ser hermanos en cuanto hijos de un único Dios»[275].

280. Al mismo tiempo, pedimos a Dios que afiance la unidad dentro de la Iglesia, unidad que se enriquece con diferencias que se reconcilian por la acción del Espíritu Santo. Porque «fuimos bautizados en un mismo Espíritu para formar un solo cuerpo» (1 Co 12,13) donde cada uno hace su aporte distintivo. Como decía san Agustín: «El oído ve a través del ojo, y el ojo escucha a través del oído»[276]. También urge seguir dando testimonio de un camino de encuentro entre las distintas confesiones cristianas. No podemos olvidar aquel deseo que expresó Jesucristo: «Que todos sean uno» (Jn 17,21). Escuchando su llamado reconocemos con dolor que al proceso de globalización le falta todavía la contribución profética y espiritual de la unidad entre todos los cristianos. No obstante, «mientras nos encontramos aún en camino hacia la plena comunión, tenemos ya el deber de dar testimonio común del amor de Dios a su pueblo colaborando en nuestro servicio a la humanidad»[277].

Religión y violencia

281. Entre las religiones es posible un camino de paz. El punto de partida debe ser la mirada de Dios. Porque «Dios no mira con los ojos, Dios mira con el corazón. Y el amor de Dios es el mismo para cada persona sea de la religión que sea. Y si es ateo es el mismo amor. Cuando llegue el último día y exista la luz suficiente sobre la tierra para poder ver las cosas como son, ¡nos vamos a llevar cada sorpresa!»[278].

282. También «los creyentes necesitamos encontrar espacios para conversar y para actuar juntos por el bien común y la promoción de los más pobres. No se trata de que todos seamos más light o de que escondamos las convicciones propias que nos apasionan para poder encontrarnos con otros que piensan distinto. […] Porque mientras más profunda, sólida y rica es una identidad, más tendrá para enriquecer a los otros con su aporte específico»[279]. Los creyentes nos vemos desafiados a volver a nuestras fuentes para concentrarnos en lo esencial: la adoración a Dios y el amor al prójimo, de manera que algunos aspectos de nuestras doctrinas, fuera de su contexto, no terminen alimentando formas de desprecio, odio, xenofobia, negación del otro. La verdad es que la violencia no encuentra fundamento en las convicciones religiosas fundamentales sino en sus deformaciones.

283. El culto a Dios sincero y humilde «no lleva a la discriminación, al odio y la violencia, sino al respeto de la sacralidad de la vida, al respeto de la dignidad y la libertad de los demás, y al compromiso amoroso por todos»[280]. En realidad «el que no ama no conoce a Dios, porque Dios es amor» (1 Jn 4,8). Por ello «el terrorismo execrable que amenaza la seguridad de las personas, tanto en Oriente como en Occidente, tanto en el Norte como en el Sur, propagando el pánico, el terror y el pesimismo no es a causa de la religión —aun cuando los terroristas la utilizan—, sino de las interpretaciones equivocadas de los textos religiosos, políticas de hambre, pobreza, injusticia, opresión, arrogancia; por esto es necesario interrumpir el apoyo a los movimientos terroristas a través del suministro de dinero, armas, planes o justificaciones y también la cobertura de los medios, y considerar esto como crímenes internacionales que amenazan la seguridad y la paz mundiales. Tal terrorismo debe ser condenado en todas sus formas y manifestaciones»[281]. Las convicciones religiosas sobre el sentido sagrado de la vida humana nos permiten «reconocer los valores fundamentales de nuestra humanidad común, los valores en virtud de los que podemos y debemos colaborar, construir y dialogar, perdonar y crecer, permitiendo que el conjunto de las voces forme un noble y armónico canto, en vez del griterío fanático del odio»[282].

284. A veces la violencia fundamentalista, en algunos grupos de cualquier religión, es desatada por la imprudencia de sus líderes. Pero «el mandamiento de la paz está inscrito en lo profundo de las tradiciones religiosas que representamos. […] Los líderes religiosos estamos llamados a ser auténticos “dialogantes”, a trabajar en la construcción de la paz no como intermediarios, sino como auténticos mediadores. Los intermediarios buscan agradar a todas las partes, con el fin de obtener una ganancia para ellos mismos. El mediador, en cambio, es quien no se guarda nada para sí mismo, sino que se entrega generosamente, hasta consumirse, sabiendo que la única ganancia es la de la paz. Cada uno de nosotros está llamado a ser un artesano de la paz, uniendo y no dividiendo, extinguiendo el odio y no conservándolo, abriendo las sendas del diálogo y no levantando nuevos muros»[283].


Llamamiento

285. En aquel encuentro fraterno que recuerdo gozosamente, con el Gran Imán Ahmad Al-Tayyeb «declaramos —firmemente— que las religiones no incitan nunca a la guerra y no instan a sentimientos de odio, hostilidad, extremismo, ni invitan a la violencia o al derramamiento de sangre. Estas desgracias son fruto de la desviación de las enseñanzas religiosas, del uso político de las religiones y también de las interpretaciones de grupos religiosos que han abusado —en algunas fases de la historia— de la influencia del sentimiento religioso en los corazones de los hombres. […] En efecto, Dios, el Omnipotente, no necesita ser defendido por nadie y no desea que su nombre sea usado para aterrorizar a la gente»[284]. Por ello quiero retomar aquí el llamamiento de paz, justicia y fraternidad que hicimos juntos:

«En el nombre de Dios que ha creado todos los seres humanos iguales en los derechos, en los deberes y en la dignidad, y los ha llamado a convivir como hermanos entre ellos, para poblar la tierra y difundir en ella los valores del bien, la caridad y la paz.

En el nombre de la inocente alma humana que Dios ha prohibido matar, afirmando que quien mata a una persona es como si hubiese matado a toda la humanidad y quien salva a una es como si hubiese salvado a la humanidad entera.

En el nombre de los pobres, de los desdichados, de los necesitados y de los marginados que Dios ha ordenado socorrer como un deber requerido a todos los hombres y en modo particular a cada hombre acaudalado y acomodado.

En el nombre de los huérfanos, de las viudas, de los refugiados y de los exiliados de sus casas y de sus pueblos; de todas las víctimas de las guerras, las persecuciones y las injusticias; de los débiles, de cuantos viven en el miedo, de los prisioneros de guerra y de los torturados en cualquier parte del mundo, sin distinción alguna.

En el nombre de los pueblos que han perdido la seguridad, la paz y la convivencia común, siendo víctimas de la destrucción, de la ruina y de las guerras.

En nombre de la fraternidad humana que abraza a todos los hombres, los une y los hace iguales.

En el nombre de esta fraternidad golpeada por las políticas de integrismo y división y por los sistemas de ganancia insaciable y las tendencias ideológicas odiosas, que manipulan las acciones y los destinos de los hombres.

En el nombre de la libertad, que Dios ha dado a todos los seres humanos, creándolos libres y distinguiéndolos con ella.

En el nombre de la justicia y de la misericordia, fundamentos de la prosperidad y quicios de la fe.

En el nombre de todas las personas de buena voluntad, presentes en cada rincón de la tierra.

En el nombre de Dios y de todo esto […] “asumimos” la cultura del diálogo como camino; la colaboración común como conducta; el conocimiento recíproco como método y criterio»[285].

lunes, 26 de octubre de 2020

FRATELLI TUTTI (26OCT2020) CAPÍTULO 7: CAMINOS DE REENCUENTRO.



 225. En muchos lugares del mundo hacen falta caminos de paz que lleven a cicatrizar las heridas, se necesitan artesanos de paz dispuestos a generar procesos de sanación y de reencuentro con ingenio y audacia.

Recomenzar desde la verdad

226. Reencuentro no significa volver a un momento anterior a los conflictos. Con el tiempo todos hemos cambiado. El dolor y los enfrentamientos nos han transformado. Además, ya no hay lugar para diplomacias vacías, para disimulos, para dobles discursos, para ocultamientos, para buenos modales que esconden la realidad. Los que han estado duramente enfrentados conversan desde la verdad, clara y desnuda. Les hace falta aprender a cultivar una memoria penitencial, capaz de asumir el pasado para liberar el futuro de las propias insatisfacciones, confusiones o proyecciones. Sólo desde la verdad histórica de los hechos podrán hacer el esfuerzo perseverante y largo de comprenderse mutuamente y de intentar una nueva síntesis para el bien de todos. La realidad es que «el proceso de paz es un compromiso constante en el tiempo. Es un trabajo paciente que busca la verdad y la justicia, que honra la memoria de las víctimas y que se abre, paso a paso, a una esperanza común, más fuerte que la venganza»[209]. Como dijeron los Obispos del Congo con respecto a un conflicto que se repite, «los acuerdos de paz en los papeles nunca serán suficientes. Será necesario ir más lejos, integrando la exigencia de verdad sobre los orígenes de esta crisis recurrente. El pueblo tiene el derecho de saber qué pasó»[210].

227. En efecto, «la verdad es una compañera inseparable de la justicia y de la misericordia. Las tres juntas son esenciales para construir la paz y, por otra parte, cada una de ellas impide que las otras sean alteradas. […] La verdad no debe, de hecho, conducir a la venganza, sino más bien a la reconciliación y al perdón. Verdad es contar a las familias desgarradas por el dolor lo que ha ocurrido con sus parientes desaparecidos. Verdad es confesar qué pasó con los menores de edad reclutados por los actores violentos. Verdad es reconocer el dolor de las mujeres víctimas de violencia y de abusos. […] Cada violencia cometida contra un ser humano es una herida en la carne de la humanidad; cada muerte violenta nos disminuye como personas. […] La violencia engendra violencia, el odio engendra más odio, y la muerte más muerte. Tenemos que romper esa cadena que se presenta como ineludible»[211].

La arquitectura y la artesanía de la paz

228. El camino hacia la paz no implica homogeneizar la sociedad, pero sí nos permite trabajar juntos. Puede unir a muchos en pos de búsquedas comunes donde todos ganan. Frente a un determinado objetivo común, se podrán aportar diferentes propuestas técnicas, distintas experiencias, y trabajar por el bien común. Es necesario tratar de identificar bien los problemas que atraviesa una sociedad para aceptar que existen diferentes maneras de mirar las dificultades y de resolverlas. El camino hacia una mejor convivencia implica siempre reconocer la posibilidad de que el otro aporte una perspectiva legítima, al menos en parte, algo que pueda ser rescatado, aun cuando se haya equivocado o haya actuado mal. Porque «nunca se debe encasillar al otro por lo que pudo decir o hacer, sino que debe ser considerado por la promesa que lleva dentro de él»[212], promesa que deja siempre un resquicio de esperanza.

229. Como enseñaron los Obispos de Sudáfrica, la verdadera reconciliación se alcanza de manera proactiva, «formando una nueva sociedad basada en el servicio a los demás, más que en el deseo de dominar; una sociedad basada en compartir con otros lo que uno posee, más que en la lucha egoísta de cada uno por la mayor riqueza posible; una sociedad en la que el valor de estar juntos como seres humanos es definitivamente más importante que cualquier grupo menor, sea este la familia, la nación, la raza o la cultura»[213]. Los Obispos de Corea del Sur señalaron que una verdadera paz «sólo puede lograrse cuando luchamos por la justicia a través del diálogo, persiguiendo la reconciliación y el desarrollo mutuo»[214].

230. El esfuerzo duro por superar lo que nos divide sin perder la identidad de cada uno, supone que en todos permanezca vivo un básico sentimiento de pertenencia. Porque «nuestra sociedad gana cuando cada persona, cada grupo social, se siente verdaderamente de casa. En una familia, los padres, los abuelos, los hijos son de casa; ninguno está excluido. Si uno tiene una dificultad, incluso grave, aunque se la haya buscado él, los demás acuden en su ayuda, lo apoyan; su dolor es de todos. […] En las familias todos contribuyen al proyecto común, todos trabajan por el bien común, pero sin anular al individuo; al contrario, lo sostienen, lo promueven. Se pelean, pero hay algo que no se mueve: ese lazo familiar. Las peleas de familia son reconciliaciones después. Las alegrías y las penas de cada uno son asumidas por todos. ¡Eso sí es ser familia! Si pudiéramos lograr ver al oponente político o al vecino de casa con los mismos ojos que a los hijos, esposas, esposos, padres o madres, qué bueno sería. ¿Amamos nuestra sociedad o sigue siendo algo lejano, algo anónimo, que no nos involucra, no nos mete, no nos compromete?»[215].

231. Muchas veces es muy necesario negociar y así desarrollar cauces concretos para la paz. Pero los procesos efectivos de una paz duradera son ante todo transformaciones artesanales obradas por los pueblos, donde cada ser humano puede ser un fermento eficaz con su estilo de vida cotidiana. Las grandes transformaciones no son fabricadas en escritorios o despachos. Entonces «cada uno juega un papel fundamental en un único proyecto creador, para escribir una nueva página de la historia, una página llena de esperanza, llena de paz, llena de reconciliación»[216]. Hay una “arquitectura” de la paz, donde intervienen las diversas instituciones de la sociedad, cada una desde su competencia, pero hay también una “artesanía” de la paz que nos involucra a todos. A partir de diversos procesos de paz que se desarrollaron en distintos lugares del mundo «hemos aprendido que estos caminos de pacificación, de primacía de la razón sobre la venganza, de delicada armonía entre la política y el derecho, no pueden obviar los procesos de la gente. No se alcanzan con el diseño de marcos normativos y arreglos institucionales entre grupos políticos o económicos de buena voluntad. […] Además, siempre es rico incorporar en nuestros procesos de paz la experiencia de sectores que, en muchas ocasiones, han sido invisibilizados, para que sean precisamente las comunidades quienes coloreen los procesos de memoria colectiva»[217].

232. No hay punto final en la construcción de la paz social de un país, sino que es «una tarea que no da tregua y que exige el compromiso de todos. Trabajo que nos pide no decaeren el esfuerzo por construirla unidad de la nación y, a pesar de los obstáculos, diferencias y distintos enfoques sobre la manera de lograr la convivencia pacífica, persistir en la lucha para favorecer la cultura del encuentro, que exige colocar en el centro de toda acción política, social y económica, a la persona humana, su altísima dignidad, y el respeto por el bien común. Que este esfuerzo nos haga huirde toda tentación de venganza y búsqueda de intereses sólo particulares y a corto plazo»[218]. Las manifestaciones públicas violentas, de un lado o de otro, no ayudan a encontrar caminos de salida. Sobre todo porque, como bien han señalado los Obispos de Colombia, cuando se alientan «movilizaciones ciudadanas no siempre aparecen claros sus orígenes y objetivos, hay ciertas formas de manipulación política y se han percibido apropiaciones a favor de intereses particulares»[219].

Sobre todo con los últimos

233. La procura de la amistad social no implica solamente el acercamiento entre grupos sociales distanciados a partir de algún período conflictivo de la historia, sino también la búsqueda de un reencuentro con los sectores más empobrecidos y vulnerables. La paz «no sólo es ausencia de guerra sino el compromiso incansable —especialmente de aquellos que ocupamos un cargo de más amplia responsabilidad— de reconocer, garantizar y reconstruir concretamente la dignidad tantas veces olvidada o ignorada de hermanos nuestros, para que puedan sentirse los principales protagonistas del destino de su nación»[220].

234. Frecuentemente se ha ofendido a los últimos de la sociedad con generalizaciones injustas. Si a veces los más pobres y los descartados reaccionan con actitudes que parecen antisociales, es importante entender que muchas veces esas reacciones tienen que ver con una historia de menosprecio y de falta de inclusión social. Como enseñaron los Obispos latinoamericanos, «sólo la cercanía que nos hace amigos nos permite apreciar profundamente los valores de los pobres de hoy, sus legítimos anhelos y su modo propio de vivir la fe. La opción por los pobres debe conducirnos a la amistad con los pobres»[221].

235. Quienes pretenden pacificar a una sociedad no deben olvidar que la inequidad y la falta de un desarrollo humano integral no permiten generar paz. En efecto, «sin igualdad de oportunidades, las diversas formas de agresión y de guerra encontrarán un caldo de cultivo que tarde o temprano provocará su explosión. Cuando la sociedad —local, nacional o mundial— abandona en la periferia una parte de sí misma, no habrá programas políticos ni recursos policiales o de inteligencia que puedan asegurar indefinidamente la tranquilidad»[222]. Si hay que volver a empezar, siempre será desde los últimos.

El valor y el sentido del perdón

236. Algunos prefieren no hablar de reconciliación porque entienden que el conflicto, la violencia y las rupturas son parte del funcionamiento normal de una sociedad. De hecho, en cualquier grupo humano hay luchas de poder más o menos sutiles entre distintos sectores. Otros sostienen que dar lugar al perdón es ceder el propio espacio para que otros dominen la situación. Por eso, consideran que es mejor mantener un juego de poder que permita sostener un equilibrio de fuerzas entre los distintos grupos. Otros creen que la reconciliación es cosa de débiles, que no son capaces de un diálogo hasta el fondo, y por eso optan por escapar de los problemas disimulando las injusticias. Incapaces de enfrentar los problemas, eligen una paz aparente.

El conflicto inevitable

237. El perdón y la reconciliación son temas fuertemente acentuados en el cristianismo y, de diversas formas, en otras religiones. El riesgo está en no comprender adecuadamente las convicciones creyentes y presentarlas de tal modo que terminen alimentando el fatalismo, la inercia o la injusticia, o por otro lado la intolerancia y la violencia.

238. Jesucristo nunca invitó a fomentar la violencia o la intolerancia. Él mismo condenaba abiertamente el uso de la fuerza para imponerse a los demás: «Ustedes saben que los jefes de las naciones las someten y los poderosos las dominan. Entre ustedes no debe ser así» (Mt 20,25-26). Por otra parte, el Evangelio pide perdonar «setenta veces siete» (Mt 18,22) y pone el ejemplo del servidor despiadado, que fue perdonado pero él a su vez no fue capaz de perdonar a otros (cf. Mt 18,23-35).

239. Si leemos otros textos del Nuevo Testamento, podemos advertir que de hecho las comunidades primitivas, inmersas en un mundo pagano desbordado de corrupción y desviaciones, vivían un sentido de paciencia, tolerancia, comprensión. Algunos textos son muy claros al respecto: se invita a reprender a los adversarios con dulzura (cf. 2 Tm 2,25). O se exhorta: «Que no injurien a nadie ni sean agresivos, sino amables, demostrando una gran humildad con todo el mundo. Porque nosotros también antes […] éramos detestables» (Tt 3,2-3). El libro de los Hechos de los Apóstoles afirma que los discípulos, perseguidos por algunas autoridades, «gozaban de la estima de todo el pueblo» (2,47; cf. 4,21.33; 5,13).

240. Sin embargo, cuando reflexionamos acerca del perdón, de la paz y de la concordia social, nos encontramos con una expresión de Jesucristo que nos sorprende: «No piensen que vine a traer paz a la tierra. ¡No vine a traer paz, sino espada! Vine a enfrentar al hijo contra su padre, a la hija contra su madre, a la nuera contra su suegra y así, los enemigos de cada uno serán los de su familia» (Mt 10,34-36). Es importante situarla en el contexto del capítulo donde está inserta. Allí queda claro que el tema del que se está hablando es el de la fidelidad a la propia opción, sin avergonzarse, aunque eso acarree contrariedades, y aunque los seres queridos se opongan a dicha opción. Por lo tanto, dichas palabras no invitan a buscar conflictos, sino simplemente a soportar el conflicto inevitable, para que el respeto humano no lleve a faltar a la fidelidad en pos de una supuesta paz familiar o social. San Juan Pablo II ha dicho que la Iglesia «no pretende condenar todas y cada una de las formas de conflictividad social. La Iglesia sabe muy bien que, a lo largo de la historia, surgen inevitablemente los conflictos de intereses entre diversos grupos sociales y que frente a ellos el cristiano no pocas veces debe pronunciarse con coherencia y decisión»[223].

Las luchas legítimas y el perdón

241. No se trata de proponer un perdón renunciando a los propios derechos ante un poderoso corrupto, ante un criminal o ante alguien que degrada nuestra dignidad. Estamos llamados a amar a todos, sin excepción, pero amar a un opresor no es consentir que siga siendo así; tampoco es hacerle pensar que lo que él hace es aceptable. Al contrario, amarlo bien es buscar de distintas maneras que deje de oprimir, es quitarle ese poder que no sabe utilizar y que lo desfigura como ser humano. Perdonar no quiere decir permitir que sigan pisoteando la propia dignidad y la de los demás, o dejar que un criminal continúe haciendo daño. Quien sufre la injusticia tiene que defender con fuerza sus derechos y los de su familia precisamente porque debe preservar la dignidad que se le ha dado, una dignidad que Dios ama. Si un delincuente me ha hecho daño a mí o a un ser querido, nadie me prohíbe que exija justicia y que me preocupe para que esa persona —o cualquier otra— no vuelva a dañarme ni haga el mismo daño a otros. Corresponde que lo haga, y el perdón no sólo no anula esa necesidad sino que la reclama.

242. La clave está en no hacerlo para alimentar una ira que enferma el alma personal y el alma de nuestro pueblo, o por una necesidad enfermiza de destruir al otro que desata una carrera de venganza. Nadie alcanza la paz interior ni se reconcilia con la vida de esa manera. La verdad es que «ninguna familia, ningún grupo de vecinos o una etnia, menos un país, tiene futuro si el motor que los une, convoca y tapa las diferencias es la venganza y el odio. No podemos ponernos de acuerdo y unirnos para vengarnos, para hacerle al que fue violento lo mismo que él nos hizo, para planificar ocasiones de desquite bajo formatos aparentemente legales»[224]. Así no se gana nada y a la larga se pierde todo.

243. Es cierto que «no es tarea fácil superar el amargo legado de injusticias, hostilidad y desconfianza que dejó el conflicto. Esto sólo se puede conseguir venciendo el mal con el bien (cf. Rm 12,21) y mediante el cultivo de las virtudes que favorecen la reconciliación, la solidaridad y la paz»[225]. De ese modo, «quien cultiva la bondad en su interior recibe a cambio una conciencia tranquila, una alegría profunda aun en medio de las dificultades y de las incomprensiones. Incluso ante las ofensas recibidas, la bondad no es debilidad, sino auténtica fuerza, capaz de renunciar a la venganza»[226]. Es necesario reconocer en la propia vida que «también ese duro juicio que albergo en mi corazón contra mi hermano o mi hermana, esa herida no curada, ese mal no perdonado, ese rencor que sólo me hará daño, es un pedazo de guerra que llevo dentro, es un fuego en el corazón, que hay que apagar para que no se convierta en un incendio»[227].

La verdadera superación

244. Cuando los conflictos no se resuelven sino que se esconden o se entierran en el pasado, hay silencios que pueden significar volverse cómplices de graves errores y pecados. Pero la verdadera reconciliación no escapa del conflicto sino que se logra en el conflicto, superándolo a través del diálogo y de la negociación transparente, sincera y paciente. La lucha entre diversos sectores «siempre que se abstenga de enemistades y de odio mutuo, insensiblemente se convierte en una honesta discusión, fundada en el amor a la justicia»[228].

245. Reiteradas veces propuse «un principio que es indispensable para construir la amistad social: la unidad es superior al conflicto. […] No es apostar por un sincretismo ni por la absorción de uno en el otro, sino por la resolución en un plano superior que conserva en sí las virtualidades valiosas de las polaridades en pugna»[229]. Sabemos bien que «cada vez que las personas y las comunidades aprendemos a apuntar más alto de nosotros mismos y de nuestros intereses particulares, la comprensión y el compromiso mutuo se transforman […] en un ámbito donde los conflictos, las tensiones e incluso los que se podrían haber considerado opuestos en el pasado, pueden alcanzar una unidad multiforme que engendra nueva vida»[230].

La memoria

246. A quien sufrió mucho de manera injusta y cruel, no se le debe exigir una especie de “perdón social”. La reconciliación es un hecho personal, y nadie puede imponerla al conjunto de una sociedad, aun cuando deba promoverla. En el ámbito estrictamente personal, con una decisión libre y generosa, alguien puede renunciar a exigir un castigo (cf. Mt 5,44-46), aunque la sociedad y su justicia legítimamente lo busquen. Pero no es posible decretar una “reconciliación general”, pretendiendo cerrar por decreto las heridas o cubrir las injusticias con un manto de olvido. ¿Quién se puede arrogar el derecho de perdonar en nombre de los demás? Es conmovedor ver la capacidad de perdón de algunas personas que han sabido ir más allá del daño sufrido, pero también es humano comprender a quienes no pueden hacerlo. En todo caso, lo que jamás se debe proponer es el olvido.

247. La Shoah no debe ser olvidada. Es el «símbolo de hasta dónde puede llegar la maldad del hombre cuando, alimentada por falsas ideologías, se olvida de la dignidad fundamental de la persona, que merece respeto absoluto independientemente del pueblo al que pertenezca o la religión que profese»[231]. Al recordarla, no puedo menos que repetir esta oración: «Acuérdate de nosotros en tu misericordia. Danos la gracia de avergonzarnos de lo que, como hombres, hemos sido capaces de hacer, de avergonzarnos de esta máxima idolatría, de haber despreciado y destruido nuestra carne, esa carne que tú modelaste del barro, que tú vivificaste con tu aliento de vida. ¡Nunca más, Señor, nunca más!»[232].

248. No deben olvidarse los bombardeos atómicos a Hiroshima y Nagasaki. Una vez más «hago memoria aquí de todas las víctimas, me inclino ante la fuerza y la dignidad de aquellos que, habiendo sobrevivido a esos primeros momentos, han soportado en sus cuerpos durante muchos años los sufrimientos más agudos y, en sus mentes, los gérmenes de la muerte que seguían consumiendo su energía vital. […] No podemos permitir que las actuales y nuevas generaciones pierdan la memoria de lo acontecido, esa memoria que es garante y estímulo para construir un futuro más justo y más fraterno»[233]. Tampoco deben olvidarse las persecuciones, el tráfico de esclavos y las matanzas étnicas que ocurrieron y ocurren en diversos países, y tantos otros hechos históricos que nos avergüenzan de ser humanos. Deben ser recordados siempre, una y otra vez, sin cansarnos ni anestesiarnos.

249. Es fácil hoy caer en la tentación de dar vuelta la página diciendo que ya hace mucho tiempo que sucedió y que hay que mirar hacia adelante. ¡No, por Dios! Nunca se avanza sin memoria, no se evoluciona sin una memoria íntegra y luminosa. Necesitamos mantener «viva la llama de la conciencia colectiva, testificando a las generaciones venideras el horror de lo que sucedió» que «despierta y preserva de esta manera el recuerdo de las víctimas, para que la conciencia humana se fortalezca cada vez más contra todo deseo de dominación y destrucción»[234]. Lo necesitan las mismas víctimas —personas, grupos sociales o naciones—  para no ceder a la lógica que lleva a justificar las represalias y cualquier tipo de violencia en nombre del enorme mal que han sufrido. Por esto, no me refiero sólo a la memoria de los horrores, sino también al recuerdo de quienes, en medio de un contexto envenenado y corrupto fueron capaces de recuperar la dignidad y con pequeños o grandes gestos optaron por la solidaridad, el perdón, la fraternidad. Es muy sano hacer memoria del bien.

Perdón sin olvidos

250. El perdón no implica olvido. Decimos más bien que cuando hay algo que de ninguna manera puede ser negado, relativizado o disimulado, sin embargo, podemos perdonar. Cuando hay algo que jamás debe ser tolerado, justificado o excusado, sin embargo, podemos perdonar. Cuando hay algo que por ninguna razón debemos permitirnos olvidar, sin embargo, podemos perdonar. El perdón libre y sincero es una grandeza que refleja la inmensidad del perdón divino. Si el perdón es gratuito, entonces puede perdonarse aun a quien se resiste al arrepentimiento y es incapaz de pedir perdón.

251. Los que perdonan de verdad no olvidan, pero renuncian a ser poseídos por esa misma fuerza destructiva que los ha perjudicado. Rompen el círculo vicioso, frenan el avance de las fuerzas de la destrucción. Deciden no seguir inoculando en la sociedad la energía de la venganza que tarde o temprano termina recayendo una vez más sobre ellos mismos. Porque la venganza nunca sacia verdaderamente la insatisfacción de las víctimas. Hay crímenes tan horrendos y crueles, que hacer sufrir a quien los cometió no sirve para sentir que se ha reparado el daño; ni siquiera bastaría matar al criminal, ni se podrían encontrar torturas que se equiparen a lo que pudo haber sufrido la víctima. La venganza no resuelve nada.

252. Tampoco estamos hablando de impunidad. Pero la justicia sólo se busca adecuadamente por amor a la justicia misma, por respeto a las víctimas, para prevenir nuevos crímenes y en orden a preservar el bien común, no como una supuesta descarga de la propia ira. El perdón es precisamente lo que permite buscar la justicia sin caer en el círculo vicioso de la venganza ni en la injusticia del olvido.

253. Cuando hubo injusticias mutuas, cabe reconocer con claridad que pueden no haber tenido la misma gravedad o que no sean comparables. La violencia ejercida desde las estructuras y el poder del Estado no está en el mismo nivel de la violencia de grupos particulares. De todos modos, no se puede pretender que sólo se recuerden los sufrimientos injustos de una sola de las partes. Como enseñaron los Obispos de Croacia, «nosotros debemos a toda víctima inocente el mismo respeto. No puede haber aquí diferencias raciales, confesionales, nacionales o políticas»[235].

254. Pido a Dios «que prepare nuestros corazones al encuentro con los hermanos más allá de las diferencias de ideas, lengua, cultura, religión; que unja todo nuestro ser con el aceite de la misericordia que cura las heridas de los errores, de las incomprensiones, de las controversias; la gracia de enviarnos, con humildad y mansedumbre, a los caminos, arriesgados pero fecundos, de la búsqueda de la paz»[236].

La guerra y la pena de muerte

255. Hay dos situaciones extremas que pueden llegar a presentarse como soluciones en circunstancias particularmente dramáticas, sin advertir que son falsas respuestas, que no resuelven los problemas que pretenden superar y que en definitiva no hacen más que agregar nuevos factores de destrucción en el tejido de la sociedad nacional y universal. Se trata de la guerra y de la pena de muerte.

La injusticia de la guerra

256. «En el que trama el mal sólo hay engaño, pero en los que promueven la paz hay alegría» (Pr 12,20). Sin embargo hay quienes buscan soluciones en la guerra, que frecuentemente «se nutre de la perversión de las relaciones, de ambiciones hegemónicas, de abusos de poder, del miedo al otro y a la diferencia vista como un obstáculo»[237]. La guerra no es un fantasma del pasado, sino que se ha convertido en una amenaza constante. El mundo está encontrando cada vez más dificultad en el lento camino de la paz que había emprendido y que comenzaba a dar algunos frutos.

257. Puesto que se están creando nuevamente las condiciones para la proliferación de guerras, recuerdo que «la guerra es la negación de todos los derechos y una dramática agresión al ambiente. Si se quiere un verdadero desarrollo humano integral para todos, se debe continuar incansablemente con la tarea de evitar la guerra entre las naciones y los pueblos. Para tal fin hay que asegurar el imperio incontestado del derecho y el infatigable recurso a la negociación, a los buenos oficios y al arbitraje, como propone la Carta de las Naciones Unidas, verdadera norma jurídica fundamental»[238]. Quiero destacar que los 75 años de las Naciones Unidas y la experiencia de los primeros 20 años de este milenio, muestran que la plena aplicación de las normas internacionales es realmente eficaz, y que su incumplimiento es nocivo. La Carta de las Naciones Unidas, respetada y aplicada con transparencia y sinceridad, es un punto de referencia obligatorio de justicia y un cauce de paz. Pero esto supone no disfrazar intenciones espurias ni colocar los intereses particulares de un país o grupo por encima del bien común mundial. Si la norma es considerada un instrumento al que se acude cuando resulta favorable y que se elude cuando no lo es, se desatan fuerzas incontrolables que hacen un gran daño a las sociedades, a los más débiles, a la fraternidad, al medio ambiente y a los bienes culturales, con pérdidas irrecuperables para la comunidad global.

258. Así es como fácilmente se opta por la guerra detrás de todo tipo de excusas supuestamente humanitarias, defensivas o preventivas, acudiendo incluso a la manipulación de la información. De hecho, en las últimas décadas todas las guerras han sido pretendidamente “justificadas”. El Catecismo de la Iglesia Católica habla de la posibilidad de una legítima defensa mediante la fuerza militar, que supone demostrar que se den algunas «condiciones rigurosas de legitimidad moral»[239]. Pero fácilmente se cae en una interpretación demasiado amplia de este posible derecho. Así se quieren justificar indebidamente aun ataques “preventivos” o acciones bélicas que difícilmente no entrañen «males y desórdenes más graves que el mal que se pretende eliminar»[240]. La cuestión es que, a partir del desarrollo de las armas nucleares, químicas y biológicas, y de las enormes y crecientes posibilidades que brindan las nuevas tecnologías, se dio a la guerra un poder destructivo fuera de control que afecta a muchos civiles inocentes. Es verdad que «nunca la humanidad tuvo tanto poder sobre sí misma y nada garantiza que vaya a utilizarlo bien»[241]. Entonces ya no podemos pensar en la guerra como solución, debido a que los riesgos probablemente siempre serán superiores a la hipotética utilidad que se le atribuya. Ante esta realidad, hoy es muy difícil sostener los criterios racionales madurados en otros siglos para hablar de una posible “guerra justa”. ¡Nunca más la guerra![242]

259. Es importante agregar que, con el desarrollo de la globalización, lo que puede aparecer como una solución inmediata o práctica para un lugar de la tierra, desata una cadena de factores violentos muchas veces subterráneos que termina afectando a todo el planeta y abriendo camino a nuevas y peores guerras futuras. En nuestro mundo ya no hay sólo “pedazos” de guerra en un país o en otro, sino que se vive una “guerra mundial a pedazos”, porque los destinos de los países están fuertemente conectados entre ellos en el escenario mundial.

260. Como decía san Juan XXIII, «resulta un absurdo sostener que la guerra es un medio apto para resarcir el derecho violado»[243]. Lo afirmaba en un período de fuerte tensión internacional, y así expresó el gran anhelo de paz que se difundía en los tiempos de la guerra fría. Reforzó la convicción de que las razones de la paz son más fuertes que todo cálculo de intereses particulares y que toda confianza en el uso de las armas. Pero no se aprovecharon adecuadamente las ocasiones que ofrecía el final de la guerra fría por la falta de una visión de futuro y de una conciencia compartida sobre nuestro destino común. En cambio, se cedió a la búsqueda de intereses particulares sin hacerse cargo del bien común universal. Así volvió a abrirse camino el engañoso espanto de la guerra.

261. Toda guerra deja al mundo peor que como lo había encontrado. La guerra es un fracaso de la política y de la humanidad, una claudicación vergonzosa, una derrota frente a las fuerzas del mal. No nos quedemos en discusiones teóricas, tomemos contacto con las heridas, toquemos la carne de los perjudicados. Volvamos a contemplar a tantos civiles masacrados como “daños colaterales”. Preguntemos a las víctimas. Prestemos atención a los prófugos, a los que sufrieron la radiación atómica o los ataques químicos, a las mujeres que perdieron sus hijos, a los niños mutilados o privados de su infancia. Prestemos atención a la verdad de esas víctimas de la violencia, miremos la realidad desde sus ojos y escuchemos sus relatos con el corazón abierto. Así podremos reconocer el abismo del mal en el corazón de la guerra y no nos perturbará que nos traten de ingenuos por elegir la paz.

262. Las normas tampoco serán suficientes si se piensa que la solución a los problemas actuales está en disuadir a otros a través del miedo, amenazando con el uso de armas nucleares, químicas o biológicas. Porque «si se tienen en cuenta las principales amenazas a la paz y a la seguridad con sus múltiples dimensiones en este mundo multipolar del siglo XXI, tales como, por ejemplo, el terrorismo, los conflictos asimétricos, la seguridad informática, los problemas ambientales, la pobreza, surgen no pocas dudas acerca de la inadecuación de la disuasión nuclear para responder eficazmente a estos retos. Estas preocupaciones son aún más consistentes si tenemos en cuenta las catastróficas consecuencias humanitarias y ambientales derivadas de cualquier uso de las armas nucleares con devastadores efectos indiscriminados e incontrolables en el tiempo y el espacio. […] Debemos preguntarnos cuánto sea sostenible un equilibrio basado en el miedo, cuando en realidad tiende a aumentarlo y a socavar las relaciones de confianza entre los pueblos. La paz y la estabilidad internacional no pueden basarse en una falsa sensación de seguridad, en la amenaza de la destrucción mutua o de la aniquilación total, en el simple mantenimiento de un equilibrio de poder. […] En este contexto, el objetivo último de la eliminación total de las armas nucleares se convierte tanto en un desafío como en un imperativo moral y humanitario. […] El aumento de la interdependencia y la globalización comportan que cualquier respuesta que demos a la amenaza de las armas nucleares, deba ser colectiva y concertada, basada en la confianza mutua. Esta última se puede construir sólo a través de un diálogo que esté sinceramente orientado hacia el bien común y no hacia la protección de intereses encubiertos o particulares»[244]. Y con el dinero que se usa en armas y otros gastos militares, constituyamos un Fondo mundial[245], para acabar de una vez con el hambre y para el desarrollo de los países más pobres, de tal modo que sus habitantes no acudan a soluciones violentas o engañosas ni necesiten abandonar sus países para buscar una vida más digna.

La pena de muerte

263. Hay otra manera de hacer desaparecer al otro, que no se dirige a países sino a personas. Es la pena de muerte. San Juan Pablo II declaró de manera clara y firme que esta es inadecuada en el ámbito moral y ya no es necesaria en el ámbito penal[246]. No es posible pensar en una marcha atrás con respecto a esta postura. Hoy decimos con claridad que «la pena de muerte es inadmisible»[247] y la Iglesia se compromete con determinación para proponer que sea abolida en todo el mundo[248].

264. En el Nuevo Testamento, al tiempo que se pide a los particulares no tomar la justicia por cuenta propia (cf. Rm 12,17.19), se reconoce la necesidad de que las autoridades impongan penas a los que obran el mal (cf. Rm 13,4; 1 P 2,14). En efecto, «la vida en común, estructurada en torno a comunidades organizadas, necesita normas de convivencia cuya libre violación requiere una respuesta adecuada»[249]. Esto implica que la autoridad pública legítima pueda y deba «conminar penas proporcionadas a la gravedad de los delitos»[250] y que se garantice al poder judicial «la independencia necesaria en el ámbito de la ley»[251].

265. Desde los primeros siglos de la Iglesia, algunos se manifestaron claramente contrarios a la pena capital. Por ejemplo, Lactancio sostenía que «no hay que hacer ninguna distinción: siempre será crimen matar a un hombre».[252] El Papa Nicolás I exhortaba: «Esfuércense por liberar de la pena de muerte no sólo a cada uno de los inocentes, sino también a todos los culpables»[253]. Con ocasión del juicio contra unos homicidas que habían asesinado a dos sacerdotes, san Agustín pedía al juez que no quitara la vida a los asesinos, y lo fundamentaba de esta manera: «Con esto no impedimos que se reprima la licencia criminal de esos malhechores. Queremos que se conserven vivos y con todos sus miembros; que sea suficiente dirigirlos, por la presión de las leyes, de su loca inquietud al reposo de la salud, o bien que se les ocupe en alguna tarea útil, una vez apartados de sus perversas acciones. También esto se llama condena, pero todos entenderán que se trata de un beneficio más bien que de un suplicio, al ver que no se suelta la rienda a su audacia para dañar ni se les impide la medicina del arrepentimiento. […] Encolerízate contra la iniquidad de modo que no te olvides de la humanidad. No satisfagas contra las atrocidades de los pecadores un apetito de venganza, sino más bien haz intención de curar las llagas de esos pecadores»[254].

266. Los miedos y los rencores fácilmente llevan a entender las penas de una manera vindicativa, cuando no cruel, en lugar de entenderlas como parte de un proceso de sanación y de reinserción en la sociedad. Hoy, «tanto por parte de algunos sectores de la política como por parte de algunos medios de comunicación, se incita algunas veces a la violencia y a la venganza, pública y privada, no sólo contra quienes son responsables de haber cometido delitos, sino también contra quienes cae la sospecha, fundada o no, de no haber cumplido la ley. […] Existe la tendencia a construir deliberadamente enemigos: figuras estereotipadas, que concentran en sí mismas todas las características que la sociedad percibe o interpreta como peligrosas. Los mecanismos de formación de estas imágenes son los mismos que, en su momento, permitieron la expansión de las ideas racistas»[255]. Esto ha vuelto particularmente riesgosa la costumbre creciente que existe en algunos países de acudir a prisiones preventivas, a reclusiones sin juicio y especialmente a la pena de muerte.

267. Quiero remarcar que «es imposible imaginar que hoy los Estados no puedan disponer de otro medio que no sea la pena capital para defender la vida de otras personas del agresor injusto». Particular gravedad tienen las así llamadas ejecuciones extrajudiciales o extralegales, que «son homicidios deliberados cometidos por algunos Estados o por sus agentes, que a menudo se hacen pasar como enfrentamientos con delincuentes o son presentados como consecuencias no deseadas del uso razonable, necesario y proporcional de la fuerza para hacer aplicar la ley»[256].

268. «Los argumentos contrarios a la pena de muerte son muchos y bien conocidos. La Iglesia ha oportunamente destacado algunos de ellos, como la posibilidad de la existencia del error judicial y el uso que hacen de ello los regímenes totalitarios y dictatoriales, que la utilizan como instrumento de supresión de la disidencia política o de persecución de las minorías religiosas y culturales, todas víctimas que para sus respectivas legislaciones son “delincuentes”. Todos los cristianos y los hombres de buena voluntad están llamados, por lo tanto, a luchar no sólo por la abolición de la pena de muerte, legal o ilegal que sea, y en todas sus formas, sino también con el fin de mejorar las condiciones carcelarias, en el respeto de la dignidad humana de las personas privadas de libertad. Y esto yo lo relaciono con la cadena perpetua. […] La cadena perpetua es una pena de muerte oculta»[257].

269. Recordemos que «ni siquiera el homicida pierde su dignidad personal y Dios mismo se hace su garante»[258]. El firme rechazo de la pena de muerte muestra hasta qué punto es posible reconocer la inalienable dignidad de todo ser humano y aceptar que tenga un lugar en este universo. Ya que, si no se lo niego al peor de los criminales, no se lo negaré a nadie, daré a todos la posibilidad de compartir conmigo este planeta a pesar de lo que pueda separarnos.

270. A los cristianos que dudan y se sienten tentados a ceder ante cualquier forma de violencia, los invito a recordar aquel anuncio del libro de Isaías: «Con sus espadas forjarán arados» (2,4). Para nosotros esa profecía toma carne en Jesucristo, que frente a un discípulo cebado por la violencia dijo con firmeza: «¡Vuelve tu espada a su lugar!, pues todos los que empuñan espada, a espada morirán» (Mt 26,52). Era un eco de aquella antigua advertencia: «Pediré cuentas al ser humano por la vida de su hermano. Quien derrame sangre humana, su sangre será derramada por otro ser humano» (Gn 9,5-6). Esta reacción de Jesús, que le brotó del corazón, supera la distancia de los siglos y llega hasta hoy como un constante reclamo.