domingo, 18 de octubre de 2020

SÉ TÚ MISM@ Y BRILLA (18OCT2020) DOMUND

 

MENSAJE DEL PAPA 
PARA LA JORNADA MUNDIAL DE LAS MISIONES 2020

Queridos hermanos y hermanas:

Doy gracias a Dios por la dedicación con que se vivió en toda la Iglesia el Mes Misionero Extraordinario durante el pasado mes de octubre. Estoy seguro de que contribuyó a estimular la conversión misionera de muchas comunidades, a través del camino indicado por el tema: “Bautizados y enviados: la Iglesia de Cristo en misión en el mundo”.


En este año, marcado por los sufrimientos y desafíos causados ​​por la pandemia del COVID-19, este camino misionero de toda la Iglesia continúa a la luz de la palabra que encontramos en el relato de la vocación del profeta Isaías: «Aquí estoy, mándame» (Is 6,8). Es la respuesta siempre nueva a la pregunta del Señor: «¿A quién enviaré?» (ibíd.). Esta llamada viene del corazón de Dios, de su misericordia que interpela tanto a la Iglesia como a la humanidad en la actual crisis mundial. «Al igual que a los discípulos del Evangelio, nos sorprendió una tormenta inesperada y furiosa. Nos dimos cuenta de que estábamos en la misma barca, todos frágiles y desorientados; pero, al mismo tiempo, importantes y necesarios, todos llamados a remar juntos, todos necesitados de confortarnos mutuamente. En esta barca, estamos todos. Como esos discípulos, que hablan con una única voz y con angustia dicen: “perecemos” (cf. v. 38), también nosotros descubrimos que no podemos seguir cada uno por nuestra cuenta, sino sólo juntos» (Meditación en la Plaza San Pedro, 27 marzo 2020). Estamos realmente asustados, desorientados y atemorizados. El dolor y la muerte nos hacen experimentar nuestra fragilidad humana; pero al mismo tiempo todos somos conscientes de que compartimos un fuerte deseo de vida y de liberación del mal. En este contexto, la llamada a la misión, la invitación a salir de nosotros mismos por amor de Dios y del prójimo se presenta como una oportunidad para compartir, servir e interceder. La misión que Dios nos confía a cada uno nos hace pasar del yo temeroso y encerrado al yo reencontrado y renovado por el don de sí mismo.

En el sacrificio de la cruz, donde se cumple la misión de Jesús (cf. Jn 19,28-30), Dios revela que su amor es para todos y cada uno de nosotros (cf. Jn 19,26-27). Y nos pide nuestra disponibilidad personal para ser enviados, porque Él es Amor en un movimiento perenne de misión, siempre saliendo de sí mismo para dar vida. Por amor a los hombres, Dios Padre envió a su Hijo Jesús (cf. Jn 3,16). Jesús es el Misionero del Padre: su Persona y su obra están en total obediencia a la voluntad del Padre (cf. Jn 4,34; 6,38; 8,12-30; Hb 10,5-10). A su vez, Jesús, crucificado y resucitado por nosotros, nos atrae en su movimiento de amor; con su propio Espíritu, que anima a la Iglesia, nos hace discípulos de Cristo y nos envía en misión al mundo y a todos los pueblos.

«La misión, la “Iglesia en salida” no es un programa, una intención que se logra mediante un esfuerzo de voluntad. Es Cristo quien saca a la Iglesia de sí misma. En la misión de anunciar el Evangelio, te mueves porque el Espíritu te empuja y te trae» (Sin Él no podemos hacer nada, LEV-San Pablo, 2019, 16-17). Dios siempre nos ama primero y con este amor nos encuentra y nos llama. Nuestra vocación personal viene del hecho de que somos hijos e hijas de Dios en la Iglesia, su familia, hermanos y hermanas en esa caridad que Jesús nos testimonia. Sin embargo, todos tienen una dignidad humana fundada en la llamada divina a ser hijos de Dios, para convertirse por medio del sacramento del bautismo y por la libertad de la fe en lo que son desde siempre en el corazón de Dios.         

Haber recibido gratuitamente la vida constituye ya una invitación implícita a entrar en la dinámica de la entrega de sí mismo: una semilla que madurará en los bautizados, como respuesta de amor en el matrimonio y en la virginidad por el Reino de Dios. La vida humana nace del amor de Dios, crece en el amor y tiende hacia el amor. Nadie está excluido del amor de Dios, y en el santo sacrificio de Jesús, el Hijo en la cruz, Dios venció el pecado y la muerte (cf. Rm 8,31-39). Para Dios, el mal —incluso el pecado— se convierte en un desafío para amar y amar cada vez más (cf. Mt 5,38-48; Lc 23,33-34). Por ello, en el misterio pascual, la misericordia divina cura la herida original de la humanidad y se derrama sobre todo el universo. La Iglesia, sacramento universal del amor de Dios para el mundo, continúa la misión de Jesús en la historia y nos envía por doquier para que, a través de nuestro testimonio de fe y el anuncio del Evangelio, Dios siga manifestando su amor y pueda tocar y transformar corazones, mentes, cuerpos, sociedades y culturas, en todo lugar y tiempo.

La misión es una respuesta libre y consciente a la llamada de Dios, pero podemos percibirla sólo cuando vivimos una relación personal de amor con Jesús vivo en su Iglesia. Preguntémonos: ¿Estamos listos para recibir la presencia del Espíritu Santo en nuestra vida, para escuchar la llamada a la misión, tanto en la vía del matrimonio como de la virginidad consagrada o del sacerdocio ordenado, como también en la vida ordinaria de todos los días? ¿Estamos dispuestos a ser enviados a cualquier lugar para dar testimonio de nuestra fe en Dios, Padre misericordioso, para proclamar el Evangelio de salvación de Jesucristo, para compartir la vida divina del Espíritu Santo en la edificación de la Iglesia? ¿Estamos prontos, como María, Madre de Jesús, para ponernos al servicio de la voluntad de Dios sin condiciones (cf. Lc 1,38)? Esta disponibilidad interior es muy importante para poder responder a Dios: “Aquí estoy, Señor, mándame” (cf. Is 6,8). Y todo esto no en abstracto, sino en el hoy de la Iglesia y de la historia.

Comprender lo que Dios nos está diciendo en estos tiempos de pandemia también se convierte en un desafío para la misión de la Iglesia. La enfermedad, el sufrimiento, el miedo, el aislamiento nos interpelan. Nos cuestiona la pobreza de los que mueren solos, de los desahuciados, de los que pierden sus empleos y salarios, de los que no tienen hogar ni comida. Ahora, que tenemos la obligación de mantener la distancia física y de permanecer en casa, estamos invitados a redescubrir que necesitamos relaciones sociales, y también la relación comunitaria con Dios. Lejos de aumentar la desconfianza y la indiferencia, esta condición debería hacernos más atentos a nuestra forma de relacionarnos con los demás. Y la oración, mediante la cual Dios toca y mueve nuestro corazón, nos abre a las necesidades de amor, dignidad y libertad de nuestros hermanos, así como al cuidado de toda la creación. La imposibilidad de reunirnos como Iglesia para celebrar la Eucaristía nos ha hecho compartir la condición de muchas comunidades cristianas que no pueden celebrar la Misa cada domingo. En este contexto, la pregunta que Dios hace: «¿A quién voy a enviar?», se renueva y espera nuestra respuesta generosa y convencida: «¡Aquí estoy, mándame!» (Is 6,8). Dios continúa buscando a quién enviar al mundo y a cada pueblo, para testimoniar su amor, su salvación del pecado y la muerte, su liberación del mal (cf. Mt 9,35-38; Lc 10,1-12).

La celebración la Jornada Mundial de la Misión también significa reafirmar cómo la oración, la reflexión y la ayuda material de sus ofrendas son oportunidades para participar activamente en la misión de Jesús en su Iglesia. La caridad, que se expresa en la colecta de las celebraciones litúrgicas del tercer domingo de octubre, tiene como objetivo apoyar la tarea misionera realizada en mi nombre por las Obras Misionales Pontificias, para hacer frente a las necesidades espirituales y materiales de los pueblos y las iglesias del mundo entero y para la salvación de todos.

Que la Bienaventurada Virgen María, Estrella de la evangelización y Consuelo de los afligidos, Discípula misionera de su Hijo Jesús, continúe intercediendo por nosotros y sosteniéndonos.

Roma, San Juan de Letrán, 31 de mayo de 2020, Solemnidad de Pentecostés.

Francisco




OREMOS TODOS JUNTOS:

Ante Dios, nuestro Padre, presentamos nuestra oración por todos los hombres y mujeres que peregrinamos en este mundo. 
A cada invocación respondemos: “Escúchanos, Señor”. 

* Por el Santo Padre Francisco y por los obispos, para que animen y acompañen con paternal cercanía al Pueblo de Dios, y este pueda vivir su fe y su compromiso cristiano a través de comunidades vivas y misioneras. Oremos. 

* Para que el trabajo evangelizador de los misioneros y misioneras lleve el amor y la esperanza a los pueblos a los que sirven, y testimonien el amor de Dios que habita en sus corazones. Oremos. 

* Para que los niños y jóvenes abran su corazón a la llamada que Dios les hace, sean generosos en responder y surjan las vocaciones misioneras que necesitan la Iglesia y el mundo de hoy. Oremos. 

* Para que los adultos, ancianos y enfermos que en nuestras comunidades han asumido su compromiso misionero tengan siempre presentes en sus oraciones y sacrificios a los pueblos que aún no han recibido el Evangelio de Cristo. Oremos. 

* Por todos los ministros de la Buena Noticia que son perseguidos a causa de su fe en el nombre de Jesús, los que viven en contextos de conflicto y violencia, para que esa fe sea su fortaleza. Oremos.
 
* Por todos los que participamos en la eucaristía, para que la invitación a salir de nosotros mismos por amor de Dios y del prójimo se presente como una oportunidad para compartir, servir e interceder por quienes lo necesitan. Oremos.

Tú que enviaste a Jesucristo para evangelizar a los pobres, proclamar a los cautivos la libertad y anunciar el tiempo de gracia, fortalece a tu Iglesia, de modo que su anuncio abarque a todos los hombres y mujeres de toda lengua y nación. Te lo pedimos por Jesucristo, nuestro Señor. Amén

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