miércoles, 21 de octubre de 2020

FRATELLI TITTI (21OCT2020) CAPÍTULO 2: UN EXTRAÑO EN EL CAMINO.




 56. Todo lo que mencioné en el capítulo anterior es más que una aséptica descripción de la realidad, ya que «los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de cuantos sufren, son a la vez gozos y esperanzas, tristezas y angustias de los discípulos de Cristo. Nada hay verdaderamente humano que no encuentre eco en su corazón»[53]. En el intento de buscar una luz en medio de lo que estamos viviendo, y antes de plantear algunas líneas de acción, propongo dedicar un capítulo a una parábola dicha por Jesucristo hace dos mil años. Porque, si bien esta carta está dirigida a todas las personas de buena voluntad, más allá de sus convicciones religiosas, la parábola se expresa de tal manera que cualquiera de nosotros puede dejarse interpelar por ella.


«Un maestro de la Ley se levantó y le preguntó a Jesús para ponerlo a prueba: “Maestro, ¿qué debo hacer para heredar la vida eterna?”. Jesús le preguntó a su vez: “Qué está escrito en la Ley?, ¿qué lees en ella?”. Él le respondió: “Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas y con toda tu mente, y al prójimo como a ti mismo”. Entonces Jesús le dijo: “Has respondido bien; pero ahora practícalo y vivirás”. El maestro de la Ley, queriendo justificarse, le volvió a preguntar: “¿Quién es mi prójimo?”. Jesús tomó la palabra y dijo: “Un hombre bajaba de Jerusalén a Jericó y cayó en manos de unos ladrones, quienes, después de despojarlo de todo y herirlo, se fueron, dejándolo por muerto. Por casualidad, un sacerdote bajaba por el mismo camino, lo vio, dio un rodeo y pasó de largo. Igual hizo un levita, que llegó al mismo lugar, dio un rodeo y pasó de largo. En cambio, un samaritano, que iba de viaje, llegó a donde estaba el hombre herido y, al verlo, se conmovió profundamente, se acercó y le vendó sus heridas, curándolas con aceite y vino. Después lo cargó sobre su propia cabalgadura, lo llevó a un albergue y se quedó cuidándolo. A la mañana siguiente le dio al dueño del albergue dos monedas de plata y le dijo: ‘Cuídalo, y, si gastas de más, te lo pagaré a mi regreso’. ¿Cuál de estos tres te parece que se comportó como prójimo del hombre que cayó en manos de los ladrones?” El maestro de la Ley respondió: “El que lo trató con misericordia”. Entonces Jesús le dijo: “Tienes que ir y hacer lo mismo» (Lc 10,25-37).

El trasfondo

57. Esta parábola recoge un trasfondo de siglos. Poco después de la narración de la creación del mundo y del ser humano, la Biblia plantea el desafío de las relaciones entre nosotros. Caín destruye a su hermano Abel, y resuena la pregunta de Dios: «¿Dónde está tu hermano Abel?» (Gn 4,9). La respuesta es la misma que frecuentemente damos nosotros: «¿Acaso yo soy guardián de mi hermano?» (ibíd.). Al preguntar, Dios cuestiona todo tipo de determinismo o fatalismo que pretenda justificar la indiferencia como única respuesta posible. Nos habilita, por el contrario, a crear una cultura diferente que nos oriente a superar las enemistades y a cuidarnos unos a otros.

58. El libro de Job acude al hecho de tener un mismo Creador como base para sostener algunos derechos comunes: «¿Acaso el que me formó en el vientre no lo formó también a él y nos modeló del mismo modo en la matriz?» (31,15). Muchos siglos después, san Ireneo lo expresará con la imagen de la melodía: «El amante de la verdad no debe dejarse engañar por el intervalo particular de cada tono, ni suponer un creador para uno y otro para otro […], sino uno solo»[54].

59. En las tradiciones judías, el imperativo de amar y cuidar al otro parecía restringirse a las relaciones entre los miembros de una misma nación. El antiguo precepto «amarás a tu prójimo como a ti mismo» (Lv 19,18) se entendía ordinariamente como referido a los connacionales. Sin embargo, especialmente en el judaísmo que se desarrolló fuera de la tierra de Israel, los confines se fueron ampliando. Apareció la invitación a no hacer a los otros lo que no quieres que te hagan (cf. Tb 4,15). El sabio Hillel (siglo I a. C.) decía al respecto: «Esto es la Ley y los Profetas. Todo lo demás es comentario»[55]. El deseo de imitar las actitudes divinas llevó a superar aquella tendencia a limitarse a los más cercanos: «La misericordia de cada persona se extiende a su prójimo, pero la misericordia del Señor alcanza a todos los vivientes» (Si 18,13).

60. En el Nuevo Testamento, el precepto de Hillel se expresó de modo positivo: «Traten en todo a los demás como ustedes quieran ser tratados, porque en esto consisten la Ley y los Profetas» (Mt 7,12). Este llamado es universal, tiende a abarcar a todos, sólo por su condición humana, porque el Altísimo, el Padre celestial «hace salir el sol sobre malos y buenos» (Mt 5,45). Como consecuencia se reclama: «Sean misericordiosos así como el Padre de ustedes es misericordioso» (Lc 6,36).

61. Hay una motivación para ampliar el corazón de manera que no excluya al extranjero, que puede encontrarse ya en los textos más antiguos de la Biblia. Se debe al constante recuerdo del pueblo judío de haber vivido como forastero en Egipto:

«No maltratarás ni oprimirás al migrante que reside en tu territorio, porque ustedes fueron migrantes en el país de Egipto»(Ex 22,20).

«No oprimas al migrante: ustedes saben lo que es ser migrante, porque fueron migrantes en el país de Egipto»(Ex 23,9).

«Si un migrante viene a residir entre ustedes, en su tierra, no lo opriman. El migrante residente será para ustedes como el compatriota; lo amarás como a ti mismo, porque ustedes fueron migrantes en el país de Egipto»(Lv 19,33-34).

«Si cosechas tu viña, no vuelvas a por más uvas. Serán para el migrante, el huérfano y la viuda. Recuerda que fuiste esclavo en el país de Egipto»(Dt 24,21-22).

En el Nuevo Testamento resuena con fuerza el llamado al amor fraterno:

«Toda la Ley alcanza su plenitud en un solo precepto: Amarás a tu prójimo como a ti mismo»(Ga 5,14).

«Quien ama a su hermano permanece en la luz y no tropieza. Pero quien aborrece a su hermano está y camina en las tinieblas» (1 Jn 2,10-11).

«Nosotros sabemos que hemos pasado de la muerte a la vida, porque amamos a los hermanos. Quien no ama permanece en la muerte» (1 Jn 3,14).

«Quien no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios, a quien no ve»(1 Jn 4,20).

62. Aun esta propuesta de amor podía entenderse mal. Por algo, frente a la tentación de las primeras comunidades cristianas de crear grupos cerrados y aislados, san Pablo exhortaba a sus discípulos a tener caridad entre ellos «y con todos» (1 Ts 3,12), y en la comunidad de Juan se pedía que los hermanos fueran bien recibidos, «incluso los que están de paso» (3 Jn 5). Este contexto ayuda a comprender el valor de la parábola del buen samaritano: al amor no le importa si el hermano herido es de aquí o es de allá. Porque es el «amor que rompe las cadenas que nos aíslan y separan, tendiendo puentes; amor que nos permite construir una gran familia donde todos podamos sentirnos en casa. […] Amor que sabe de compasión y de dignidad»[56].



El abandonado

63. Jesús cuenta que había un hombre herido, tirado en el camino, que había sido asaltado. Pasaron varios a su lado pero huyeron, no se detuvieron. Eran personas con funciones importantes en la sociedad, que no tenían en el corazón el amor por el bien común. No fueron capaces de perder unos minutos para atender al herido o al menos para buscar ayuda. Uno se detuvo, le regaló cercanía, lo curó con sus propias manos, puso también dinero de su bolsillo y se ocupó de él. Sobre todo, le dio algo que en este mundo ansioso retaceamos tanto: le dio su tiempo. Seguramente él tenía sus planes para aprovechar aquel día según sus necesidades, compromisos o deseos. Pero fue capaz de dejar todo a un lado ante el herido, y sin conocerlo lo consideró digno de dedicarle su tiempo.

64. ¿Con quién te identificas? Esta pregunta es cruda, directa y determinante. ¿A cuál de ellos te pareces? Nos hace falta reconocer la tentación que nos circunda de desentendernos de los demás; especialmente de los más débiles. Digámoslo, hemos crecido en muchos aspectos, aunque somos analfabetos en acompañar, cuidar y sostener a los más frágiles y débiles de nuestras sociedades desarrolladas. Nos acostumbramos a mirar para el costado, a pasar de lado, a ignorar las situaciones hasta que estas nos golpean directamente.

65. Asaltan a una persona en la calle, y muchos escapan como si no hubieran visto nada. Frecuentemente hay personas que atropellan a alguien con su automóvil y huyen. Sólo les importa evitar problemas, no les interesa si un ser humano se muere por su culpa. Pero estos son signos de un estilo de vida generalizado, que se manifiesta de diversas maneras, quizás más sutiles. Además, como todos estamos muy concentrados en nuestras propias necesidades, ver a alguien sufriendo nos molesta, nos perturba, porque no queremos perder nuestro tiempo por culpa de los problemas ajenos. Estos son síntomas de una sociedad enferma, porque busca construirse de espaldas al dolor.

66. Mejor no caer en esa miseria. Miremos el modelo del buen samaritano. Es un texto que nos invita a que resurja nuestra vocación de ciudadanos del propio país y del mundo entero, constructores de un nuevo vínculo social. Es un llamado siempre nuevo, aunque está escrito como ley fundamental de nuestro ser: que la sociedad se encamine a la prosecución del bien común y, a partir de esta finalidad, reconstruya una y otra vez su orden político y social, su tejido de relaciones, su proyecto humano. Con sus gestos, el buen samaritano reflejó que «la existencia de cada uno de nosotros está ligada a la de los demás: la vida no es tiempo que pasa, sino tiempo de encuentro»[57].

67. Esta parábola es un ícono iluminador, capaz de poner de manifiesto la opción de fondo que necesitamos tomar para reconstruir este mundo que nos duele. Ante tanto dolor, ante tanta herida, la única salida es ser como el buen samaritano. Toda otra opción termina o bien al lado de los salteadores o bien al lado de los que pasan de largo, sin compadecerse del dolor del hombre herido en el camino. La parábola nos muestra con qué iniciativas se puede rehacer una comunidad a partir de hombres y mujeres que hacen propia la fragilidad de los demás, que no dejan que se erija una sociedad de exclusión, sino que se hacen prójimos y levantan y rehabilitan al caído, para que el bien sea común. Al mismo tiempo, la parábola nos advierte sobre ciertas actitudes de personas que sólo se miran a sí mismas y no se hacen cargo de las exigencias ineludibles de la realidad humana.

68. El relato, digámoslo claramente, no desliza una enseñanza de ideales abstractos, ni se circunscribe a la funcionalidad de una moraleja ético-social. Nos revela una característica esencial del ser humano, tantas veces olvidada: hemos sido hechos para la plenitud que sólo se alcanza en el amor. No es una opción posible vivir indiferentes ante el dolor, no podemos dejar que nadie quede “a un costado de la vida”. Esto nos debe indignar, hasta hacernos bajar de nuestra serenidad para alterarnos por el sufrimiento humano. Eso es dignidad.

Una historia que se repite

69. La narración es sencilla y lineal, pero tiene toda la dinámica de esa lucha interna que se da en la elaboración de nuestra identidad, en toda existencia lanzada al camino para realizar la fraternidad humana. Puestos en camino nos chocamos, indefectiblemente, con el hombre herido. Hoy, y cada vez más, hay heridos. La inclusión o la exclusión de la persona que sufre al costado del camino define todos los proyectos económicos, políticos, sociales y religiosos. Enfrentamos cada día la opción de ser buenos samaritanos o indiferentes viajantes que pasan de largo. Y si extendemos la mirada a la totalidad de nuestra historia y a lo ancho y largo del mundo, todos somos o hemos sido como estos personajes: todos tenemos algo de herido, algo de salteador, algo de los que pasan de largo y algo del buen samaritano.

70. Es notable cómo las diferencias de los personajes del relato quedan totalmente transformadas al confrontarse con la dolorosa manifestación del caído, del humillado. Ya no hay distinción entre habitante de Judea y habitante de Samaría, no hay sacerdote ni comerciante; simplemente hay dos tipos de personas: las que se hacen cargo del dolor y las que pasan de largo; las que se inclinan reconociendo al caído y las que distraen su mirada y aceleran el paso. En efecto, nuestras múltiples máscaras, nuestras etiquetas y nuestros disfraces se caen: es la hora de la verdad. ¿Nos inclinaremos para tocar y curar las heridas de los otros? ¿Nos inclinaremos para cargarnos al hombro unos a otros? Este es el desafío presente, al que no hemos de tenerle miedo. En los momentos de crisis la opción se vuelve acuciante: podríamos decir que, en este momento, todo el que no es salteador o todo el que no pasa de largo, o bien está herido o está poniendo sobre sus hombros a algún herido.

71. La historia del buen samaritano se repite: se torna cada vez más visible que la desidia social y política hace de muchos lugares de nuestro mundo un camino desolado, donde las disputas internas e internacionales y los saqueos de oportunidades dejan a tantos marginados, tirados a un costado del camino. En su parábola, Jesús no plantea vías alternativas, como ¿qué hubiera sido de aquel malherido o del que lo ayudó, si la ira o la sed de venganza hubieran ganado espacio en sus corazones? Él confía en lo mejor del espíritu humano y con la parábola lo alienta a que se adhiera al amor, reintegre al dolido y construya una sociedad digna de tal nombre.

Los personajes

72. La parábola comienza con los salteadores. El punto de partida que elige Jesús es un asalto ya consumado. No hace que nos detengamos a lamentar el hecho, no dirige nuestra mirada hacia los salteadores. Los conocemos. Hemos visto avanzar en el mundo las densas sombras del abandono, de la violencia utilizada con mezquinos intereses de poder, acumulación y división. La pregunta podría ser: ¿Dejaremos tirado al que está lastimado para correr cada uno a guarecerse de la violencia o a perseguir a los ladrones? ¿Será el herido la justificación de nuestras divisiones irreconciliables, de nuestras indiferencias crueles, de nuestros enfrentamientos internos?

73. Luego la parábola nos hace poner la mirada claramente en los que pasan de largo. Esta peligrosa indiferencia de no detenerse, inocente o no, producto del desprecio o de una triste distracción, hace de los personajes del sacerdote y del levita un no menos triste reflejo de esa distancia cercenadora que se pone frente a la realidad. Hay muchas maneras de pasar de largo que se complementan: una es ensimismarse, desentenderse de los demás, ser indiferentes. Otra sería sólo mirar hacia afuera. Respecto a esta última manera de pasar de largo, en algunos países, o en ciertos sectores de estos, hay un desprecio de los pobres y de su cultura, y un vivir con la mirada puesta hacia fuera, como si un proyecto de país importado intentara forzar su lugar. Así se puede justificar la indiferencia de algunos, porque aquellos que podrían tocarles el corazón con sus reclamos simplemente no existen. Están fuera de su horizonte de intereses.

74. En los que pasan de largo hay un detalle que no podemos ignorar; eran personas religiosas. Es más, se dedicaban a dar culto a Dios: un sacerdote y un levita. Esto es un fuerte llamado de atención, indica que el hecho de creer en Dios y de adorarlo no garantiza vivir como a Dios le agrada. Una persona de fe puede no ser fiel a todo lo que esa misma fe le reclama, y sin embargo puede sentirse cerca de Dios y creerse con más dignidad que los demás. Pero hay maneras de vivir la fe que facilitan la apertura del corazón a los hermanos, y esa será la garantía de una auténtica apertura a Dios. San Juan Crisóstomo llegó a expresar con mucha claridad este desafío que se plantea a los cristianos: «¿Desean honrar el cuerpo de Cristo? No lo desprecien cuando lo contemplen desnudo […], ni lo honren aquí, en el templo, con lienzos de seda, si al salir lo abandonan en su frío y desnudez»[58]. La paradoja es que a veces, quienes dicen no creer, pueden vivir la voluntad de Dios mejor que los creyentes.

75. Los “salteadores del camino” suelen tener como aliados secretos a los que “pasan por el camino mirando a otro lado”. Se cierra el círculo entre los que usan y engañan a la sociedad para esquilmarla, y los que creen mantener la pureza en su función crítica, pero al mismo tiempo viven de ese sistema y de sus recursos. Hay una triste hipocresía cuando la impunidad del delito, del uso de las instituciones para el provecho personal o corporativo y otros males que no logramos desterrar, se unen a una permanente descalificación de todo, a la constante siembra de sospecha que hace cundir la desconfianza y la perplejidad. El engaño del “todo está mal” es respondido con un “nadie puede arreglarlo”, “¿qué puedo hacer yo?”. De esta manera, se nutre el desencanto y la desesperanza, y eso no alienta un espíritu de solidaridad y de generosidad. Hundir a un pueblo en el desaliento es el cierre de un círculo perverso perfecto: así obra la dictadura invisible de los verdaderos intereses ocultos, que se adueñaron de los recursos y de la capacidad de opinar y pensar.

76. Miremos finalmente al hombre herido. A veces nos sentimos como él, malheridos y tirados al costado del camino. Nos sentimos también desamparados por nuestras instituciones desarmadas y desprovistas, o dirigidas al servicio de los intereses de unos pocos, de afuera y de adentro. Porque «en la sociedad globalizada, existe un estilo elegante de mirar para otro lado que se practica recurrentemente: bajo el ropaje de lo políticamente correcto o las modas ideológicas, se mira al que sufre sin tocarlo, se lo televisa en directo, incluso se adopta un discurso en apariencia tolerante y repleto de eufemismos»[59].

Recomenzar

77. Cada día se nos ofrece una nueva oportunidad, una etapa nueva. No tenemos que esperar todo de los que nos gobiernan, sería infantil. Gozamos de un espacio de corresponsabilidad capaz de iniciar y generar nuevos procesos y transformaciones. Seamos parte activa en la rehabilitación y el auxilio de las sociedades heridas. Hoy estamos ante la gran oportunidad de manifestar nuestra esencia fraterna, de ser otros buenos samaritanos que carguen sobre sí el dolor de los fracasos, en vez de acentuar odios y resentimientos. Como el viajero ocasional de nuestra historia, sólo falta el deseo gratuito, puro y simple de querer ser pueblo, de ser constantes e incansables en la labor de incluir, de integrar, de levantar al caído; aunque muchas veces nos veamos inmersos y condenados a repetir la lógica de los violentos, de los que sólo se ambicionan a sí mismos, difusores de la confusión y la mentira. Que otros sigan pensando en la política o en la economía para sus juegos de poder. Alimentemos lo bueno y pongámonos al servicio del bien.

78. Es posible comenzar de abajo y de a uno, pugnar por lo más concreto y local, hasta el último rincón de la patria y del mundo, con el mismo cuidado que el viajero de Samaría tuvo por cada llaga del herido. Busquemos a otros y hagámonos cargo de la realidad que nos corresponde sin miedo al dolor o a la impotencia, porque allí está todo lo bueno que Dios ha sembrado en el corazón del ser humano. Las dificultades que parecen enormes son la oportunidad para crecer, y no la excusa para la tristeza inerte que favorece el sometimiento. Pero no lo hagamos solos, individualmente. El samaritano buscó a un hospedero que pudiera cuidar de aquel hombre, como nosotros estamos invitados a convocar y encontrarnos en un “nosotros” que sea más fuerte que la suma de pequeñas individualidades; recordemos que «el todo es más que la parte, y también es más que la mera suma de ellas».[60] Renunciemos a la mezquindad y al resentimiento de los internismos estériles, de los enfrentamientos sin fin. Dejemos de ocultar el dolor de las pérdidas y hagámonos cargo de nuestros crímenes, desidias y mentiras. La reconciliación reparadora nos resucitará, y nos hará perder el miedo a nosotros mismos y a los demás.

79. El samaritano del camino se fue sin esperar reconocimientos ni gratitudes. La entrega al servicio era la gran satisfacción frente a su Dios y a su vida, y por eso, un deber. Todos tenemos responsabilidad sobre el herido que es el pueblo mismo y todos los pueblos de la tierra. Cuidemos la fragilidad de cada hombre, de cada mujer, de cada niño y de cada anciano, con esa actitud solidaria y atenta, la actitud de proximidad del buen samaritano.

El prójimo sin fronteras

80. Jesús propuso esta parábola para responder a una pregunta: ¿Quién es mi prójimo? La palabra “prójimo” en la sociedad de la época de Jesús solía indicar al que es más cercano, próximo. Se entendía que la ayuda debía dirigirse en primer lugar al que pertenece al propio grupo, a la propia raza. Un samaritano, para algunos judíos de aquella época, era considerado un ser despreciable, impuro, y por lo tanto no se lo incluía dentro de los seres cercanos a quienes se debía ayudar. El judío Jesús transforma completamente este planteamiento: no nos invita a preguntarnos quiénes son los que están cerca de nosotros, sino a volvernos nosotros cercanos, prójimos.

81. La propuesta es la de hacerse presentes ante el que necesita ayuda, sin importar si es parte del propio círculo de pertenencia. En este caso, el samaritano fue quien se hizo prójimo del judío herido. Para volverse cercano y presente, atravesó todas las barreras culturales e históricas. La conclusión de Jesús es un pedido: «Tienes que ir y hacer lo mismo» (Lc 10,37). Es decir, nos interpela a dejar de lado toda diferencia y, ante el sufrimiento, volvernos cercanos a cualquiera. Entonces, ya no digo que tengo “prójimos” a quienes debo ayudar, sino que me siento llamado a volverme yo un prójimo de los otros.

82. El problema es que Jesús destaca, a propósito, que el hombre herido era un judío —habitante de Judea— mientras quien se detuvo y lo auxilió era un samaritano —habitante de Samaría—. Este detalle tiene una importancia excepcional para reflexionar sobre un amor que se abre a todos. Los samaritanos habitaban una región que había sido contagiada por ritos paganos, y para los judíos esto los volvía impuros, detestables, peligrosos. De hecho, un antiguo texto judío que menciona a naciones odiadas, se refiere a Samaría afirmando además que «ni siquiera es una nación» (Si 50,25), y agrega que es «el pueblo necio que reside en Siquén» (v. 26).

83. Esto explica por qué una mujer samaritana, cuando Jesús le pidió de beber, respondió enfáticamente: «¿Cómo tú, siendo judío, me pides de beber a mí, que soy una mujer samaritana?» (Jn 4,9). Quienes buscaban acusaciones que pudieran desacreditar a Jesús, lo más ofensivo que encontraron fue decirle «endemoniado» y «samaritano» (Jn 8,48). Por lo tanto, este encuentro misericordioso entre un samaritano y un judío es una potente interpelación, que desmiente toda manipulación ideológica, para que ampliemos nuestro círculo, para que demos a nuestra capacidad de amar una dimensión universal capaz de traspasar todos los prejuicios, todas las barreras históricas o culturales, todos los intereses mezquinos.

La interpelación del forastero

84. Finalmente, recuerdo que en otra parte del Evangelio Jesús dice: «Fui forastero y me recibieron» (Mt 25,35). Jesús podía decir esas palabras porque tenía un corazón abierto que hacía suyos los dramas de los demás. San Pablo exhortaba: «Alégrense con los que están alegres y lloren con los que lloran» (Rm 12,15). Cuando el corazón asume esa actitud, es capaz de identificarse con el otro sin importarle dónde ha nacido o de dónde viene. Al entrar en esta dinámica, en definitiva experimenta que los demás son «su propia carne» (Is 58,7).

85. Para los cristianos, las palabras de Jesús tienen también otra dimensión trascendente; implican reconocer al mismo Cristo en cada hermano abandonado o excluido (cf. Mt 25,40.45). En realidad, la fe colma de motivaciones inauditas el reconocimiento del otro, porque quien cree puede llegar a reconocer que Dios ama a cada ser humano con un amor infinito y que «con ello le confiere una dignidad infinita»[61]. A esto se agrega que creemos que Cristo derramó su sangre por todos y cada uno, por lo cual nadie queda fuera de su amor universal. Y si vamos a la fuente última, que es la vida íntima de Dios, nos encontramos con una comunidad de tres Personas, origen y modelo perfecto de toda vida en común. La teología continúa enriqueciéndose gracias a la reflexión sobre esta gran verdad.

86. A veces me asombra que, con semejantes motivaciones, a la Iglesia le haya llevado tanto tiempo condenar contundentemente la esclavitud y diversas formas de violencia. Hoy, con el desarrollo de la espiritualidad y de la teología, no tenemos excusas. Sin embargo, todavía hay quienes parecen sentirse alentados o al menos autorizados por su fe para sostener diversas formas de nacionalismos cerrados y violentos, actitudes xenófobas, desprecios e incluso maltratos hacia los que son diferentes. La fe, con el humanismo que encierra, debe mantener vivo un sentido crítico frente a estas tendencias, y ayudar a reaccionar rápidamente cuando comienzan a insinuarse. Para ello es importante que la catequesis y la predicación incluyan de modo más directo y claro el sentido social de la existencia, la dimensión fraterna de la espiritualidad, la convicción sobre la inalienable dignidad de cada persona y las motivaciones para amar y acoger a todos.

 



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