154. Para hacer posible el desarrollo de una comunidad mundial, capaz de realizar la fraternidad a partir de pueblos y naciones que vivan la amistad social, hace falta la mejor política puesta al servicio del verdadero bien común. En cambio, desgraciadamente, la política hoy con frecuencia suele asumir formas que dificultan la marcha hacia un mundo distinto.
Populismos y liberalismos
155. El desprecio de los débiles puede esconderse en formas populistas, que los utilizan demagógicamente para sus fines, o en formas liberales al servicio de los intereses económicos de los poderosos. En ambos casos se advierte la dificultad para pensar un mundo abierto que tenga lugar para todos, que incorpore a los más débiles y que respete las diversas culturas.
Popular o populista
156. En los últimos años la expresión “populismo” o “populista” ha invadido los medios de comunicación y el lenguaje en general. Así pierde el valor que podría contener y se convierte en una de las polaridades de la sociedad dividida. Esto llegó al punto de pretender clasificar a todas las personas, agrupaciones, sociedades y gobiernos a partir de una división binaria: “populista” o “no populista”. Ya no es posible que alguien opine sobre cualquier tema sin que intenten clasificarlo en uno de esos dos polos, a veces para desacreditarlo injustamente o para enaltecerlo en exceso.
157. La pretensión de instalar el populismo como clave de lectura de la realidad social, tiene otra debilidad: que ignora la legitimidad de la noción de pueblo. El intento por hacer desaparecer del lenguaje esta categoría podría llevar a eliminar la misma palabra “democracia” —es decir: el “gobierno del pueblo”—. No obstante, si no se quiere afirmar que la sociedad es más que la mera suma de los individuos, se necesita la palabra “pueblo”. La realidad es que hay fenómenos sociales que articulan a las mayorías, que existen megatendencias y búsquedas comunitarias. También que se puede pensar en objetivos comunes, más allá de las diferencias, para conformar un proyecto común. Finalmente, que es muy difícil proyectar algo grande a largo plazo si no se logra que eso se convierta en un sueño colectivo. Todo esto se encuentra expresado en el sustantivo “pueblo” y en el adjetivo “popular”. Si no se incluyen —junto con una sólida crítica a la demagogia— se estaría renunciando a un aspecto fundamental de la realidad social.
158. Porque existe un malentendido: «Pueblo no es una categoría lógica, ni una categoría mística, si lo entendemos en el sentido de que todo lo que hace el pueblo es bueno, o en el sentido de que el pueblo sea una categoría angelical. Es una categoría mítica […] Cuando explicas lo que es un pueblo utilizas categorías lógicas porque tienes que explicarlo: cierto, hacen falta. Pero así no explicas el sentido de pertenencia a un pueblo. La palabra pueblo tiene algo más que no se puede explicar de manera lógica. Ser parte de un pueblo es formar parte de una identidad común, hecha de lazos sociales y culturales. Y esto no es algo automático, sino todo lo contrario: es un proceso lento, difícil… hacia un proyecto común»[132].
159. Hay líderes populares capaces de interpretar el sentir de un pueblo, su dinámica cultural y las grandes tendencias de una sociedad. El servicio que prestan, aglutinando y conduciendo, puede ser la base para un proyecto duradero de transformación y crecimiento, que implica también la capacidad de ceder lugar a otros en pos del bien común. Pero deriva en insano populismo cuando se convierte en la habilidad de alguien para cautivar en orden a instrumentalizar políticamente la cultura del pueblo, con cualquier signo ideológico, al servicio de su proyecto personal y de su perpetuación en el poder. Otras veces busca sumar popularidad exacerbando las inclinaciones más bajas y egoístas de algunos sectores de la población. Esto se agrava cuando se convierte, con formas groseras o sutiles, en un avasallamiento de las instituciones y de la legalidad.
160. Los grupos populistas cerrados desfiguran la palabra “pueblo”, puesto que en realidad no hablan de un verdadero pueblo. En efecto, la categoría de “pueblo” es abierta. Un pueblo vivo, dinámico y con futuro es el que está abierto permanentemente a nuevas síntesis incorporando al diferente. No lo hace negándose a sí mismo, pero sí con la disposición a ser movilizado, cuestionado, ampliado, enriquecido por otros, y de ese modo puede evolucionar.
161. Otra expresión de la degradación de un liderazgo popular es el inmediatismo. Se responde a exigencias populares en orden a garantizarse votos o aprobación, pero sin avanzar en una tarea ardua y constante que genere a las personas los recursos para su propio desarrollo, para que puedan sostener su vida con su esfuerzo y su creatividad. En esta línea dije claramente que «estoy lejos de proponer un populismo irresponsable»[133]. Por una parte, la superación de la inequidad supone el desarrollo económico, aprovechando las posibilidades de cada región y asegurando así una equidad sustentable[134]. Por otra parte, «los planes asistenciales, que atienden ciertas urgencias, sólo deberían pensarse como respuestas pasajeras»[135].
162. El gran tema es el trabajo. Lo verdaderamente popular —porque promueve el bien del pueblo— es asegurar a todos la posibilidad de hacer brotar las semillas que Dios ha puesto en cada uno, sus capacidades, su iniciativa, sus fuerzas. Esa es la mejor ayuda para un pobre, el mejor camino hacia una existencia digna. Por ello insisto en que «ayudar a los pobres con dinero debe ser siempre una solución provisoria para resolver urgencias. El gran objetivo debería ser siempre permitirles una vida digna a través del trabajo»[136]. Por más que cambien los mecanismos de producción, la política no puede renunciar al objetivo de lograr que la organización de una sociedad asegure a cada persona alguna manera de aportar sus capacidades y su esfuerzo. Porque «no existe peor pobreza que aquella que priva del trabajo y de la dignidad del trabajo»[137]. En una sociedad realmente desarrollada el trabajo es una dimensión irrenunciable de la vida social, ya que no sólo es un modo de ganarse el pan, sino también un cauce para el crecimiento personal, para establecer relaciones sanas, para expresarse a sí mismo, para compartir dones, para sentirse corresponsable en el perfeccionamiento del mundo, y en definitiva para vivir como pueblo.
Valores y límites de las visiones liberales
163. La categoría de pueblo, que incorpora una valoración positiva de los lazos comunitarios y culturales, suele ser rechazada por las visiones liberales individualistas, donde la sociedad es considerada una mera suma de intereses que coexisten. Hablan de respeto a las libertades, pero sin la raíz de una narrativa común. En ciertos contextos, es frecuente acusar de populistas a todos los que defiendan los derechos de los más débiles de la sociedad. Para estas visiones, la categoría de pueblo es una mitificación de algo que en realidad no existe. Sin embargo, aquí se crea una polarización innecesaria, ya que ni la idea de pueblo ni la de prójimo son categorías puramente míticas o románticas que excluyan o desprecien la organización social, la ciencia y las instituciones de la sociedad civil[138].
164. La caridad reúne ambas dimensiones —la mítica y la institucional— puesto que implica una marcha eficaz de transformación de la historia que exige incorporarlo principalmente todo: las instituciones, el derecho, la técnica, la experiencia, los aportes profesionales, el análisis científico, los procedimientos administrativos. Porque «no hay de hecho vida privada si no es protegida por un orden público, un hogar cálido no tiene intimidad si no es bajo la tutela de la legalidad, de un estado de tranquilidad fundado en la ley y en la fuerza y con la condición de un mínimo de bienestar asegurado por la división del trabajo, los intercambios comerciales, la justicia social y la ciudadanía política»[139].
165. La verdadera caridad es capaz de incorporar todo esto en su entrega, y si debe expresarse en el encuentro persona a persona, también es capaz de llegar a una hermana o a un hermano lejano e incluso ignorado, a través de los diversos recursos que las instituciones de una sociedad organizada, libre y creativa son capaces de generar. Si vamos al caso, aun el buen samaritano necesitó de la existencia de una posada que le permitiera resolver lo que él solo en ese momento no estaba en condiciones de asegurar. El amor al prójimo es realista y no desperdicia nada que sea necesario para una transformación de la historia que beneficie a los últimos. De otro modo, a veces se tienen ideologías de izquierda o pensamientos sociales, junto con hábitos individualistas y procedimientos ineficaces que sólo llegan a unos pocos. Mientras tanto, la multitud de los abandonados queda a merced de la posible buena voluntad de algunos. Esto hace ver que es necesario fomentar no únicamente una mística de la fraternidad sino al mismo tiempo una organización mundial más eficiente para ayudar a resolver los problemas acuciantes de los abandonados que sufren y mueren en los países pobres. Esto a su vez implica que no hay una sola salida posible, una única metodología aceptable, una receta económica que pueda ser aplicada igualmente por todos, y supone que aun la ciencia más rigurosa pueda proponer caminos diferentes.
166. Todo esto podría estar colgado de alfileres, si perdemos la capacidad de advertir la necesidad de un cambio en los corazones humanos, en los hábitos y en los estilos de vida. Es lo que ocurre cuando la propaganda política, los medios y los constructores de opinión pública persisten en fomentar una cultura individualista e ingenua ante los intereses económicos desenfrenados y la organización de las sociedades al servicio de los que ya tienen demasiado poder. Por eso, mi crítica al paradigma tecnocrático no significa que sólo intentando controlar sus excesos podremos estar asegurados, porque el mayor peligro no reside en las cosas, en las realidades materiales, en las organizaciones, sino en el modo como las personas las utilizan. El asunto es la fragilidad humana, la tendencia constante al egoísmo humano que forma parte de aquello que la tradición cristiana llama “concupiscencia”: la inclinación del ser humano a encerrarse en la inmanencia de su propio yo, de su grupo, de sus intereses mezquinos. Esa concupiscencia no es un defecto de esta época. Existió desde que el hombre es hombre y simplemente se transforma, adquiere diversas modalidades en cada siglo, y finalmente utiliza los instrumentos que el momento histórico pone a su disposición. Pero es posible dominarla con la ayuda de Dios.
167. La tarea educativa, el desarrollo de hábitos solidarios, la capacidad de pensar la vida humana más integralmente, la hondura espiritual, hacen falta para dar calidad a las relaciones humanas, de tal modo que sea la misma sociedad la que reaccione ante sus inequidades, sus desviaciones, los abusos de los poderes económicos, tecnológicos, políticos o mediáticos. Hay visiones liberales que ignoran este factor de la fragilidad humana, e imaginan un mundo que responde a un determinado orden que por sí solo podría asegurar el futuro y la solución de todos los problemas.
168. El mercado solo no resuelve todo, aunque otra vez nos quieran hacer creer este dogma de fe neoliberal. Se trata de un pensamiento pobre, repetitivo, que propone siempre las mismas recetas frente a cualquier desafío que se presente. El neoliberalismo se reproduce a sí mismo sin más, acudiendo al mágico “derrame” o “goteo” —sin nombrarlo— como único camino para resolver los problemas sociales. No se advierte que el supuesto derrame no resuelve la inequidad, que es fuente de nuevas formas de violencia que amenazan el tejido social. Por una parte, es imperiosa una política económica activa orientada a «promover una economía que favorezca la diversidad productiva y la creatividad empresarial»[140], para que sea posible acrecentar los puestos de trabajo en lugar de reducirlos. La especulación financiera con la ganancia fácil como fin fundamental sigue causando estragos. Por otra parte, «sin formas internas de solidaridad y de confianza recíproca, el mercado no puede cumplir plenamente su propia función económica. Hoy, precisamente esta confianza ha fallado»[141]. El fin de la historia no fue tal, y las recetas dogmáticas de la teoría económica imperante mostraron no ser infalibles. La fragilidad de los sistemas mundiales frente a las pandemias ha evidenciado que no todo se resuelve con la libertad de mercado y que, además de rehabilitar una sana política que no esté sometida al dictado de las finanzas, «tenemos que volver a llevar la dignidad humana al centro y que sobre ese pilar se construyan las estructuras sociales alternativas que necesitamos»[142].
169. En ciertas visiones economicistas cerradas y monocromáticas, no parecen tener lugar, por ejemplo, los movimientos populares que aglutinan a desocupados, trabajadores precarios e informales y a tantos otros que no entran fácilmente en los cauces ya establecidos. En realidad, estos gestan variadas formas de economía popular y de producción comunitaria. Hace falta pensar en la participación social, política y económica de tal manera «que incluya a los movimientos populares y anime las estructuras de gobierno locales, nacionales e internacionales con ese torrente de energía moral que surge de la incorporación de los excluidos en la construcción del destino común» y a su vez es bueno promover que «estos movimientos, estas experiencias de solidaridad que crecen desde abajo, desde el subsuelo del planeta, confluyan, estén más coordinadas, se vayan encontrando»[143]. Pero sin traicionar su estilo característico, porque ellos «son sembradores de cambio, promotores de un proceso en el que confluyen millones de acciones grandes y pequeñas encadenadas creativamente, como en una poesía»[144]. En este sentido son “poetas sociales”, que trabajan, proponen, promueven y liberan a su modo. Con ellos será posible un desarrollo humano integral, que implica superar «esa idea de las políticas sociales concebidas como una política hacia los pobres pero nunca con los pobres, nunca de los pobres y mucho menos inserta en un proyecto que reunifique a los pueblos»[145]. Aunque molesten, aunque algunos “pensadores” no sepan cómo clasificarlos, hay que tener la valentía de reconocer que sin ellos «la democracia se atrofia, se convierte en un nominalismo, una formalidad, pierde representatividad, se va desencarnando porque deja afuera al pueblo en su lucha cotidiana por la dignidad, en la construcción de su destino»[146].
El poder internacional
170. Me permito repetir que «la crisis financiera de 2007-2008 era la ocasión para el desarrollo de una nueva economía más atenta a los principios éticos y para una nueva regulación de la actividad financiera especulativa y de la riqueza ficticia. Pero no hubo una reacción que llevara a repensar los criterios obsoletos que siguen rigiendo al mundo»[147]. Es más, parece que las verdaderas estrategias que se desarrollaron posteriormente en el mundo se orientaron a más individualismo, a más desintegración, a más libertad para los verdaderos poderosos que siempre encuentran la manera de salir indemnes.
171. Quisiera insistir en que «dar a cada uno lo suyo, siguiendo la definición clásica de justicia, significa que ningún individuo o grupo humano se puede considerar omnipotente, autorizado a pasar por encima de la dignidad y de los derechos de las otras personas singulares o de sus agrupaciones sociales. La distribución fáctica del poder —sea, sobre todo, político, económico, de defensa, tecnológico— entre una pluralidad de sujetos y la creación de un sistema jurídico de regulación de las pretensiones e intereses, concreta la limitación del poder. El panorama mundial hoy nos presenta, sin embargo, muchos falsos derechos, y —a la vez— grandes sectores indefensos, víctimas más bien de un mal ejercicio del poder»[148].
172. El siglo XXI «es escenario de un debilitamiento de poder de los Estados nacionales, sobre todo porque la dimensión económico-financiera, de características transnacionales, tiende a predominar sobre la política. En este contexto, se vuelve indispensable la maduración de instituciones internacionales más fuertes y eficazmente organizadas, con autoridades designadas equitativamente por acuerdo entre los gobiernos nacionales, y dotadas de poder para sancionar»[149]. Cuando se habla de la posibilidad de alguna forma de autoridad mundial regulada por el derecho[150] no necesariamente debe pensarse en una autoridad personal. Sin embargo, al menos debería incluir la gestación de organizaciones mundiales más eficaces, dotadas de autoridad para asegurar el bien común mundial, la erradicación del hambre y la miseria, y la defensa cierta de los derechos humanos elementales.
173. En esta línea, recuerdo que es necesaria una reforma «tanto de la Organización de las Naciones Unidas como de la arquitectura económica y financiera internacional, para que se dé una concreción real al concepto de familia de naciones»[151]. Sin duda esto supone límites jurídicos precisos que eviten que se trate de una autoridad cooptada por unos pocos países, y que a su vez impidan imposiciones culturales o el menoscabo de las libertades básicas de las naciones más débiles a causa de diferencias ideológicas. Porque «la Comunidad Internacional es una comunidad jurídica fundada en la soberanía de cada uno de los Estados miembros, sin vínculos de subordinación que nieguen o limiten su independencia»[152]. Pero «la labor de las Naciones Unidas, a partir de los postulados del Preámbulo y de los primeros artículos de su Carta Constitucional, puede ser vista como el desarrollo y la promoción de la soberanía del derecho, sabiendo que la justicia es requisito indispensable para obtener el ideal de la fraternidad universal. […] Hay que asegurar el imperio incontestado del derecho y el infatigable recurso a la negociación, a los buenos oficios y al arbitraje, como propone la Carta de las Naciones Unidas, verdadera norma jurídica fundamental»[153]. Es necesario evitar que esta Organización sea deslegitimizada, porque sus problemas o deficiencias pueden ser afrontados y resueltos conjuntamente.
174. Hacen falta valentía y generosidad en orden a establecer libremente determinados objetivos comunes y asegurar el cumplimiento en todo el mundo de algunas normas básicas. Para que esto sea realmente útil, se debe sostener «la exigencia de mantener los acuerdos suscritos —pacta sunt servanda—»[154], de manera que se evite «la tentación de apelar al derecho de la fuerza más que a la fuerza del derecho».[155] Esto requiere fortalecer «los instrumentos normativos para la solución pacífica de las controversias de modo que se refuercen su alcance y su obligatoriedad»[156]. Entre estos instrumentos normativos, deben ser favorecidos los acuerdos multilaterales entre los Estados, porque garantizan mejor que los acuerdos bilaterales el cuidado de un bien común realmente universal y la protección de los Estados más débiles.
175. Gracias a Dios tantas agrupaciones y organizaciones de la sociedad civil ayudan a paliar las debilidades de la Comunidad internacional, su falta de coordinación en situaciones complejas, su falta de atención frente a derechos humanos fundamentales y a situaciones muy críticas de algunos grupos. Así adquiere una expresión concreta el principio de subsidiariedad, que garantiza la participación y la acción de las comunidades y organizaciones de menor rango, las que complementan la acción del Estado. Muchas veces desarrollan esfuerzos admirables pensando en el bien común y algunos de sus miembros llegan a realizar gestos verdaderamente heroicos que muestran de cuánta belleza todavía es capaz nuestra humanidad.
Una caridad social y política
176. Para muchos la política hoy es una mala palabra, y no se puede ignorar que detrás de este hecho están a menudo los errores, la corrupción, la ineficiencia de algunos políticos. A esto se añaden las estrategias que buscan debilitarla, reemplazarla por la economía o dominarla con alguna ideología. Pero, ¿puede funcionar el mundo sin política? ¿Puede haber un camino eficaz hacia la fraternidad universal y la paz social sin una buena política?[157]
La política que se necesita
177. Me permito volver a insistir que «la política no debe someterse a la economía y esta no debe someterse a los dictámenes y al paradigma eficientista de la tecnocracia»[158]. Aunque haya que rechazar el mal uso del poder, la corrupción, la falta de respeto a las leyes y la ineficiencia, «no se puede justificar una economía sin política, que sería incapaz de propiciar otra lógica que rija los diversos aspectos de la crisis actual»[159]. Al contrario, «necesitamos una política que piense con visión amplia, y que lleve adelante un replanteo integral, incorporando en un diálogo interdisciplinario los diversos aspectos de la crisis»[160]. Pienso en «una sana política, capaz de reformar las instituciones, coordinarlas y dotarlas de mejores prácticas, que permitan superar presiones e inercias viciosas»[161]. No se puede pedir esto a la economía, ni se puede aceptar que esta asuma el poder real del Estado.
178. Ante tantas formas mezquinas e inmediatistas de política, recuerdo que «la grandeza política se muestra cuando, en momentos difíciles, se obra por grandes principios y pensando en el bien común a largo plazo. Al poder político le cuesta mucho asumir este deber en un proyecto de nación»[162] y más aún en un proyecto común para la humanidad presente y futura. Pensar en los que vendrán no sirve a los fines electorales, pero es lo que exige una justicia auténtica, porque, como enseñaron los Obispos de Portugal, la tierra «es un préstamo que cada generación recibe y debe transmitir a la generación siguiente»[163].
179. La sociedad mundial tiene serias fallas estructurales que no se resuelven con parches o soluciones rápidas meramente ocasionales. Hay cosas que deben ser cambiadas con replanteos de fondo y transformaciones importantes. Sólo una sana política podría liderarlo, convocando a los más diversos sectores y a los saberes más variados. De esa manera, una economía integrada en un proyecto político, social, cultural y popular que busque el bien común puede «abrir camino a oportunidades diferentes, que no implican detener la creatividad humana y su sueño de progreso, sino orientar esa energía con cauces nuevos»[164].
El amor político
180. Reconocer a cada ser humano como un hermano o una hermana y buscar una amistad social que integre a todos no son meras utopías. Exigen la decisión y la capacidad para encontrar los caminos eficaces que las hagan realmente posibles. Cualquier empeño en esta línea se convierte en un ejercicio supremo de la caridad. Porque un individuo puede ayudar a una persona necesitada, pero cuando se une a otros para generar procesos sociales de fraternidad y de justicia para todos, entra en «el campo de la más amplia caridad, la caridad política»[165]. Se trata de avanzar hacia un orden social y político cuya alma sea la caridad social[166]. Una vez más convoco a rehabilitar la política, que «es una altísima vocación, es una de las formas más preciosas de la caridad, porque busca el bien común»[167].
181. Todos los compromisos que brotan de la Doctrina Social de la Iglesia «provienen de la caridad que, según la enseñanza de Jesús, es la síntesis de toda la Ley (cf. Mt 22,36-40)»[168]. Esto supone reconocer que «el amor, lleno de pequeños gestos de cuidado mutuo, es también civil y político, y se manifiesta en todas las acciones que procuran construir un mundo mejor»[169]. Por esa razón, el amor no sólo se expresa en relaciones íntimas y cercanas, sino también en «las macro-relaciones, como las relaciones sociales, económicas y políticas»[170].
182. Esta caridad política supone haber desarrollado un sentido social que supera toda mentalidad individualista: «La caridad social nos hace amar el bien común y nos lleva a buscar efectivamente el bien de todas las personas, consideradas no sólo individualmente, sino también en la dimensión social que las une»[171]. Cada uno es plenamente persona cuando pertenece a un pueblo, y al mismo tiempo no hay verdadero pueblo sin respeto al rostro de cada persona. Pueblo y persona son términos correlativos. Sin embargo, hoy se pretende reducir las personas a individuos, fácilmente dominables por poderes que miran a intereses espurios. La buena política busca caminos de construcción de comunidades en los distintos niveles de la vida social, en orden a reequilibrar y reorientar la globalización para evitar sus efectos disgregantes.
Amor efectivo
183. A partir del «amor social»[172] es posible avanzar hacia una civilización del amor a la que todos podamos sentirnos convocados. La caridad, con su dinamismo universal, puede construir un mundo nuevo[173], porque no es un sentimiento estéril, sino la mejor manera de lograr caminos eficaces de desarrollo para todos. El amor social es una «fuerza capaz de suscitar vías nuevas para afrontar los problemas del mundo de hoy y para renovar profundamente desde su interior las estructuras, organizaciones sociales y ordenamientos jurídicos»[174].
184. La caridad está en el corazón de toda vida social sana y abierta. Sin embargo, hoy «se afirma fácilmente su irrelevancia para interpretar y orientar las responsabilidades morales»[175]. Es mucho más que sentimentalismo subjetivo, si es que está unida al compromiso con la verdad, de manera que no sea «presa fácil de las emociones y las opiniones contingentes de los sujetos»[176]. Precisamente su relación con la verdad facilita a la caridad su universalismo y así evita ser «relegada a un ámbito de relaciones reducido y privado»[177]. De otro modo, será «excluida de los proyectos y procesos para construir un desarrollo humano de alcance universal, en el diálogo entre saberes y operatividad»[178]. Sin la verdad, la emotividad se vacía de contenidos relacionales y sociales. Por eso la apertura a la verdad protege a la caridad de una falsa fe que se queda sin «su horizonte humano y universal»[179].
185. La caridad necesita la luz de la verdad que constantemente buscamos y «esta luz es simultáneamente la de la razón y la de la fe»[180], sin relativismos. Esto supone también el desarrollo de las ciencias y su aporte insustituible para encontrar los caminos concretos y más seguros para obtener los resultados que se esperan. Porque cuando está en juego el bien de los demás no bastan las buenas intenciones, sino lograr efectivamente lo que ellos y sus naciones necesitan para realizarse.
La actividad del amor político
186. Hay un llamado amor “elícito”, que son los actos que proceden directamente de la virtud de la caridad, dirigidos a personas y a pueblos. Hay además un amor “imperado”: aquellos actos de la caridad que impulsan a crear instituciones más sanas, regulaciones más justas, estructuras más solidarias[181]. De ahí que sea «un acto de caridad igualmente indispensable el esfuerzo dirigido a organizar y estructurar la sociedad de modo que el prójimo no tenga que padecer la miseria»[182]. Es caridad acompañar a una persona que sufre, y también es caridad todo lo que se realiza, aun sin tener contacto directo con esa persona, para modificar las condiciones sociales que provocan su sufrimiento. Si alguien ayuda a un anciano a cruzar un río, y eso es exquisita caridad, el político le construye un puente, y eso también es caridad. Si alguien ayuda a otro con comida, el político le crea una fuente de trabajo, y ejercita un modo altísimo de la caridad que ennoblece su acción política.
Los desvelos del amor
187. Esta caridad, corazón del espíritu de la política, es siempre un amor preferencial por los últimos, que está detrás de todas las acciones que se realicen a su favor[183]. Sólo con una mirada cuyo horizonte esté transformado por la caridad, que le lleva a percibir la dignidad del otro, los pobres son descubiertos y valorados en su inmensa dignidad, respetados en su estilo propio y en su cultura, y por lo tanto verdaderamente integrados en la sociedad. Esta mirada es el núcleo del verdadero espíritu de la política. Desde allí los caminos que se abren son diferentes a los de un pragmatismo sin alma. Por ejemplo, «no se puede abordar el escándalo de la pobreza promoviendo estrategias de contención que únicamente tranquilicen y conviertan a los pobres en seres domesticados e inofensivos. Qué triste ver cuando detrás de supuestas obras altruistas, se reduce al otro a la pasividad»[184]. Lo que se necesita es que haya diversos cauces de expresión y de participación social. La educación está al servicio de ese camino para que cada ser humano pueda ser artífice de su destino. Aquí muestra su valor el principio de subsidiariedad, inseparable del principio de solidaridad.
188. Esto provoca la urgencia de resolver todo lo que atenta contra los derechos humanos fundamentales. Los políticos están llamados a «preocuparse de la fragilidad, de la fragilidad de los pueblos y de las personas. Cuidar la fragilidad quiere decir fuerza y ternura, lucha y fecundidad, en medio de un modelo funcionalista y privatista que conduce inexorablemente a la “cultura del descarte”. […] Significa hacerse cargo del presente en su situación más marginal y angustiante, y ser capaz de dotarlo de dignidad»[185]. Así ciertamente se genera una actividad intensa, porque «hay que hacer lo que sea para salvaguardar la condición y dignidad de la persona humana»[186]. El político es un hacedor, un constructor con grandes objetivos, con mirada amplia, realista y pragmática, aún más allá de su propio país. Las mayores angustias de un político no deberían ser las causadas por una caída en las encuestas, sino por no resolver efectivamente «el fenómeno de la exclusión social y económica, con sus tristes consecuencias de trata de seres humanos, comercio de órganos y tejidos humanos, explotación sexual de niños y niñas, trabajo esclavo, incluyendo la prostitución, tráfico de drogas y de armas, terrorismo y crimen internacional organizado. Es tal la magnitud de estas situaciones y el grado de vidas inocentes que va cobrando, que hemos de evitar toda tentación de caer en un nominalismo declaracionista con efecto tranquilizador en las conciencias. Debemos cuidar que nuestras instituciones sean realmente efectivas en la lucha contra todos estos flagelos»[187]. Esto se hace aprovechando con inteligencia los grandes recursos del desarrollo tecnológico.
189. Todavía estamos lejos de una globalización de los derechos humanos más básicos. Por eso la política mundial no puede dejar de colocar entre sus objetivos principales e imperiosos el de acabar eficazmente con el hambre. Porque «cuando la especulación financiera condiciona el precio de los alimentos tratándolos como a cualquier mercancía, millones de personas sufren y mueren de hambre. Por otra parte, se desechan toneladas de alimentos. Esto constituye un verdadero escándalo. El hambre es criminal, la alimentación es un derecho inalienable»[188]. Mientras muchas veces nos enfrascamos en discusiones semánticas o ideológicas, permitimos que todavía hoy haya hermanas y hermanos que mueran de hambre o de sed, sin un techo o sin acceso al cuidado de su salud. Junto con estas necesidades elementales insatisfechas, la trata de personas es otra vergüenza para la humanidad que la política internacional no debería seguir tolerando, más allá de los discursos y las buenas intenciones. Son mínimos impostergables.
Amor que integra y reúne
190. La caridad política se expresa también en la apertura a todos. Principalmente aquel a quien le toca gobernar, está llamado a renuncias que hagan posible el encuentro, y busca la confluencia al menos en algunos temas. Sabe escuchar el punto de vista del otro facilitando que todos tengan un espacio. Con renuncias y paciencia un gobernante puede ayudar a crear ese hermoso poliedro donde todos encuentran un lugar. En esto no funcionan las negociaciones de tipo económico. Es algo más, es un intercambio de ofrendas en favor del bien común. Parece una utopía ingenua, pero no podemos renunciar a este altísimo objetivo.
191. Mientras vemos que todo tipo de intolerancias fundamentalistas daña las relaciones entre personas, grupos y pueblos, vivamos y enseñemos nosotros el valor del respeto, el amor capaz de asumir toda diferencia, la prioridad de la dignidad de todo ser humano sobre cualesquiera fuesen sus ideas, sentimientos, prácticas y aun sus pecados. Mientras en la sociedad actual proliferan los fanatismos, las lógicas cerradas y la fragmentación social y cultural, un buen político da el primer paso para que resuenen las distintas voces. Es cierto que las diferencias generan conflictos, pero la uniformidad genera asfixia y hace que nos fagocitemos culturalmente. No nos resignemos a vivir encerrados en un fragmento de realidad.
192. En este contexto, quiero recordar que, junto con el Gran Imán Ahmad Al-Tayyeb, pedimos «a los artífices de la política internacional y de la economía mundial, comprometerse seriamente para difundir la cultura de la tolerancia, de la convivencia y de la paz; intervenir lo antes posible para parar el derramamiento de sangre inocente»[189]. Y cuando una determinada política siembra el odio o el miedo hacia otras naciones en nombre del bien del propio país, es necesario preocuparse, reaccionar a tiempo y corregir inmediatamente el rumbo.
Más fecundidad que éxitos
193. Al mismo tiempo que desarrolla esta actividad incansable, todo político también es un ser humano. Está llamado a vivir el amor en sus relaciones interpersonales cotidianas. Es una persona, y necesita advertir que «el mundo moderno, por su misma perfección técnica tiende a racionalizar, cada día más, la satisfacción de los deseos humanos, clasificados y repartidos entre diversos servicios. Cada vez menos se llama a un hombre por su nombre propio, cada vez menos se tratará como persona a este ser, único en el mundo, que tiene su propio corazón, sus sufrimientos, sus problemas, sus alegrías y su propia familia. Sólo se conocerán sus enfermedades para curarlas, su falta de dinero para proporcionárselo, su necesidad de casa para alojarlo, su deseo de esparcimiento y de distracciones para organizárselas». Pero «amar al más insignificante de los seres humanos como a un hermano, como si no hubiera más que él en el mundo, no es perder el tiempo»[190].
194. También en la política hay lugar para amar con ternura. «¿Qué es la ternura? Es el amor que se hace cercano y concreto. Es un movimiento que procede del corazón y llega a los ojos, a los oídos, a las manos. […] La ternura es el camino que han recorrido los hombres y las mujeres más valientes y fuertes»[191]. En medio de la actividad política, «los más pequeños, los más débiles, los más pobres deben enternecernos: tienen “derecho” de llenarnos el alma y el corazón. Sí, ellos son nuestros hermanos y como tales tenemos que amarlos y tratarlos»[192].
195. Esto nos ayuda a reconocer que no siempre se trata de lograr grandes éxitos, que a veces no son posibles. En la actividad política hay que recordar que «más allá de toda apariencia, cada uno es inmensamente sagrado y merece nuestro cariño y nuestra entrega. Por ello, si logro ayudar a una sola persona a vivir mejor, eso ya justifica la entrega de mi vida. Es lindo ser pueblo fiel de Dios. ¡Y alcanzamos plenitud cuando rompemos las paredes y el corazón se nos llena de rostros y de nombres!»[193]. Los grandes objetivos soñados en las estrategias se logran parcialmente. Más allá de esto, quien ama y ha dejado de entender la política como una mera búsqueda de poder «tiene la seguridad de que no se pierde ninguno de sus trabajos realizados con amor, no se pierde ninguna de sus preocupaciones sinceras por los demás, no se pierde ningún acto de amor a Dios, no se pierde ningún cansancio generoso, no se pierde ninguna dolorosa paciencia. Todo eso da vueltas por el mundo como una fuerza de vida»[194].
196. Por otra parte, una gran nobleza es ser capaz de desatar procesos cuyos frutos serán recogidos por otros, con la esperanza puesta en las fuerzas secretas del bien que se siembra. La buena política une al amor la esperanza, la confianza en las reservas de bien que hay en el corazón del pueblo, a pesar de todo. Por eso «la auténtica vida política, fundada en el derecho y en un diálogo leal entre los protagonistas, se renueva con la convicción de que cada mujer, cada hombre y cada generación encierran en sí mismos una promesa que puede liberar nuevas energías relacionales, intelectuales, culturales y espirituales»[195].
197. Vista de esta manera, la política es más noble que la apariencia, que el marketing, que distintas formas de maquillaje mediático. Todo eso lo único que logra sembrar es división, enemistad y un escepticismo desolador incapaz de apelar a un proyecto común. Pensando en el futuro, algunos días las preguntas tienen que ser: “¿Para qué? ¿Hacia dónde estoy apuntando realmente?”. Porque, después de unos años, reflexionando sobre el propio pasado la pregunta no será: “¿Cuántos me aprobaron, cuántos me votaron, cuántos tuvieron una imagen positiva de mí?”. Las preguntas, quizás dolorosas, serán: “¿Cuánto amor puse en mi trabajo, en qué hice avanzar al pueblo, qué marca dejé en la vida de la sociedad, qué lazos reales construí, qué fuerzas positivas desaté, cuánta paz social sembré, qué provoqué en el lugar que se me encomendó?”.
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