El origen de estas celebraciones, en realidad, comenzó como una fiesta para honrar a personas que, debido a su maldad, habían sido destruidas por Dios en los días de Noé. (Gén. 6:5–7; 7:11.)
La práctica religiosa hacia los difuntos es sumamente antigua. El profeta Jeremías en el Antiguo Testamento dice: «En paz morirás. Y como se quemaron perfumes por tus padres, los reyes antepasados que te precedieron, así los quemarán por ti, y con el «¡ay, señor!» te plañirán, porque lo digo yo — oráculo de Yahveh» (Jeremías 34,5). A su vez en el libro 2° de los Macabeos está escrito: «Mandó Juan Macabeo ofrecer sacrificios por los muertos, para que quedaran libres de sus pecados» (2 Mac. 12, 46); y siguiendo esta tradición, en los primeros días de la Cristiandad se escribían los nombres de los hermanos que habían partido en la díptica, que es un conjunto formado por dos tablas plegables, con forma de libro, en las que la Iglesia primitiva acostumbraba a anotar en dos listas pareadas los nombres de los vivos y los muertos por quienes se había de orar.
En el siglo VI los benedictinos tenían la costumbre de orar por los difuntos al día siguiente de Pentecostés. En tiempos de san Isidoro († 636) en España había una celebración parecida el sábado anterior al sexagésimo día antes del Domingo de Pascua (Domingo segundo de los tres que se contaban antes de la primera de Cuaresma) o antes de Pentecostés.
En Alemania cerca del año 980, según el testimonio del cronista medieval Viduquindo de Corvey, hubo una ceremonia consagrada a la oración de los difuntos el día 1 de noviembre, fecha aceptada y bendecida por la Iglesia.
Adoptada por Roma en el siglo XIV pero que se remonta varios siglos atrás. Fue el 2 de noviembre del año 998 -otros autores fijan la fecha en 1030- cuando, en el sur de Francia, el monje benedictino San Odilón u Odilo (c. 962 - 1048), quinto abad de Cluny, instauró la oración por los difuntos en los monasterios de su congregación, como fiesta para orar por las almas de los fieles que habían fallecido, por lo que fue llamada «Conmemoración de los Fieles Difuntos». Entre la dispersa obra de este santo, ha llegado hasta nuestros días una vida de la santa Emperatriz Adelaida, una biografía de su antecesor Mayeul, sermones, himnos y oraciones, y varías cartas de su abultada correspondencia. De allí se extendió a otras congregaciones de benedictinos y entre los cartujos; la Diócesis de Lieja la adoptó cerca del año 1000, en Milán se adoptó el siglo XII, hasta ser aceptado el 2 de noviembre, como fecha en que la Iglesia celebraría esta fiesta.
La tradición de asistir al cementerio para rezar por las almas de quienes ya abandonaron este mundo, está acompañada de un profundo sentimiento de devoción, donde se tiene la convicción de que el ser querido que se marchó y pasará a una mejor vida, sin ningún tipo de dolencia, como sucede con los seres terrenales.
En Francia la gente de todos los rangos y credos decora los sepulcros de sus muertos en la Fête des morts.
En el centro y sur de México y en América Central (que en conjunto componen la región conocida como Mesoamérica) esta celebración se combinó con elementos de indigenismo y del sincretismo resultó una original celebración en el Día de los Muertos, distinta de las otras naciones católicas. Esta fiesta incluye por tradición un Altar de muertos que consiste en una serie de adornos florales acompañados de la comida favorita del difunto; además de fotografías y otros detalles.
En las zonas andinas de Sudamérica, especialmente en Ecuador, Perú y Bolivia, la costumbre es preparar e intercambiar entre familiares y amigos las guaguas de pan para consumir con la colada morada que en algunas áreas rurales son también ofrendas principales en los cementerios.
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