1. En este mi primer Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz,
quisiera desear a todos, a las personas y a los pueblos, una vida llena de
alegría y de esperanza. El corazón de todo hombre y de toda mujer alberga en su
interior el deseo de una vida plena, de la que forma parte un anhelo indeleble
de fraternidad, que nos invita a la comunión con los otros, en los que
encontramos no enemigos o contrincantes, sino hermanos a los que acoger y
querer.
De hecho, la fraternidad es una dimensión esencial del hombre, que
es un ser relacional. La viva conciencia de este carácter relacional nos lleva
a ver y a tratar a cada persona como una verdadera hermana y un verdadero
hermano; sin ella, es imposible la construcción de una sociedad justa, de una
paz estable y duradera. Y es necesario recordar que normalmente la fraternidad
se empieza a aprender en el seno de la familia, sobre todo gracias a las
responsabilidades complementarias de cada uno de sus miembros, en particular
del padre y de la madre. La familia es la fuente de toda fraternidad, y por eso
es también el fundamento y el camino primordial para la paz, pues, por
vocación, debería contagiar al mundo con su amor.
El número cada vez mayor de interdependencias y de comunicaciones
que se entrecruzan en nuestro planeta hace más palpable la conciencia de que
todas las naciones de la tierra forman una unidad y comparten un destino común.
En los dinamismos de la historia, a pesar de la diversidad de etnias, sociedades
y culturas, vemos sembrada la vocación de formar una comunidad compuesta de
hermanos que se acogen recíprocamente y se preocupan los unos de los otros. Sin
embargo, a menudo los hechos, en un mundo caracterizado por la “globalización
de la indiferencia”, que poco a poco nos “habitúa” al sufrimiento del otro,
cerrándonos en nosotros mismos, contradicen y desmienten esa vocación.
En muchas partes del mundo, continuamente se lesionan gravemente
los derechos humanos fundamentales, sobre todo el derecho a la vida y a la
libertad religiosa. El trágico fenómeno de la trata de seres humanos, con cuya
vida y desesperación especulan personas sin escrúpulos, representa un ejemplo
inquietante. A las guerras hechas de enfrentamientos armados se suman otras
guerras menos visibles, pero no menos crueles, que se combaten en el campo
económico y financiero con medios igualmente destructivos de vidas, de
familias, de empresas.
La globalización, como ha afirmado Benedicto XVI, nos acerca a los
demás, pero no nos hace hermanos[1]. Además,
las numerosas situaciones de desigualdad, de pobreza y de injusticia revelan no
sólo una profunda falta de fraternidad, sino también la ausencia de una cultura
de la solidaridad. Las nuevas ideologías, caracterizadas por un difuso individualismo,
egocentrismo y consumismo materialista, debilitan los lazos sociales,
fomentando esa mentalidad del “descarte”, que lleva al desprecio y al abandono
de los más débiles, de cuantos son considerados “inútiles”. Así la convivencia
humana se parece cada vez más a un mero do ut des pragmático y egoísta.
Al mismo tiempo, es claro que tampoco las éticas contemporáneas
son capaces de generar vínculos auténticos de fraternidad, ya que una
fraternidad privada de la referencia a un Padre común, como fundamento último,
no logra subsistir[2]. Una
verdadera fraternidad entre los hombres supone y requiere una paternidad
trascendente. A partir del reconocimiento de esta paternidad, se consolida la
fraternidad entre los hombres, es decir, ese hacerse «prójimo» que se preocupa
por el otro.
2. Para comprender mejor esta vocación del hombre a la
fraternidad, para conocer más adecuadamente los obstáculos que se interponen en
su realización y descubrir los caminos para superarlos, es fundamental dejarse
guiar por el conocimiento del designio de Dios, que nos presenta luminosamente
la Sagrada Escritura.
Según el relato de los orígenes, todos los hombres proceden de
unos padres comunes, de Adán y Eva, pareja creada por Dios a su imagen y
semejanza (cf. Gn 1,26),
de los cuales nacen Caín y Abel. En la historia de la primera familia leemos la
génesis de la sociedad, la evolución de las relaciones entre las personas y los
pueblos.
Abel es pastor, Caín es labrador. Su identidad profunda y, a la
vez, su vocación, es ser
hermanos, en la diversidad de su actividad y cultura, de su modo de relacionarse
con Dios y con la creación. Pero el asesinato de Abel por parte de Caín deja
constancia trágicamente del rechazo radical de la vocación a ser hermanos. Su
historia (cf. Gn 4,1-16)
pone en evidencia la dificultad de la tarea a la que están llamados todos los
hombres, vivir unidos, preocupándose los unos de los otros. Caín, al no aceptar
la predilección de Dios por Abel, que le ofrecía lo mejor de su rebaño –«el
Señor se fijó en Abel y en su ofrenda, pero no se fijó en Caín ni en su
ofrenda» (Gn 4,4-5)–,
mata a Abel por envidia. De esta manera, se niega a reconocerlo como hermano, a
relacionarse positivamente con él, a vivir ante Dios asumiendo sus
responsabilidades de cuidar y proteger al otro. A la pregunta «¿Dónde está tu
hermano?», con la que Dios interpela a Caín pidiéndole cuentas por lo que ha
hecho, él responde: «No lo sé; ¿acaso soy yo el guardián de mi hermano?» (Gn4,9). Después –nos dice
el Génesis–«Caín salió de la presencia del Señor» (4,16).
Hemos de preguntarnos por los motivos profundos que han llevado a
Caín a dejar de lado el vínculo de fraternidad y, junto con él, el vínculo de
reciprocidad y de comunión que lo unía a su hermano Abel. Dios mismo denuncia y
recrimina a Caín su connivencia con el mal: «El pecado acecha a la puerta» (Gn 4,7). No obstante,
Caín no lucha contra el mal y decide igualmente alzar la mano «contra su
hermano Abel» (Gn 4,8),
rechazando el proyecto de Dios. Frustra así su vocación originaria de ser hijo
de Dios y a vivir la fraternidad.
El relato de Caín y Abel nos enseña que la humanidad lleva
inscrita en sí una vocación a la fraternidad, pero también la dramática
posibilidad de su traición. Da testimonio de ello el egoísmo cotidiano, que
está en el fondo de tantas guerras e injusticias: muchos hombres y mujeres
mueren a manos de hermanos y hermanas que no saben reconocerse como tales, es
decir, como seres hechos para la reciprocidad, para la comunión y para el don.
«Y todos
ustedes son hermanos» (Mt 23,8)
3. Surge espontánea la pregunta: ¿los hombres y las mujeres de
este mundo podrán corresponder alguna vez plenamente al anhelo de fraternidad,
que Dios Padre imprimió en ellos? ¿Conseguirán, sólo con sus fuerzas, vencer la
indiferencia, el egoísmo y el odio, y aceptar las legítimas diferencias que
caracterizan a los hermanos y hermanas?
Parafraseando sus palabras, podríamos sintetizar así la respuesta
que nos da el Señor Jesús: Ya que hay un solo Padre, que es Dios, todos ustedes
son hermanos (cf. Mt 23,8-9).
La fraternidad está enraizada en la paternidad de Dios. No se trata de una
paternidad genérica, indiferenciada e históricamente ineficaz, sino de un amor
personal, puntual y extraordinariamente concreto de Dios por cada ser humano
(cf. Mt 6,25-30).
Una paternidad, por tanto, que genera eficazmente fraternidad, porque el amor
de Dios, cuando es acogido, se convierte en el agente más asombroso de
transformación de la existencia y de las relaciones con los otros, abriendo a
los hombres a la solidaridad y a la reciprocidad.
Sobre todo, la fraternidad humana ha sido regenerada en y por Jesucristo con su
muerte y resurrección. La cruz es el “lugar” definitivo donde se funda la fraternidad,
que los hombres no son capaces de generar por sí mismos. Jesucristo, que ha
asumido la naturaleza humana para redimirla, amando al Padre hasta la muerte, y
una muerte de cruz (cf. Flp 2,8),
mediante su resurrección nos constituye en humanidad nueva, en total comunión con la
voluntad de Dios, con su proyecto, que comprende la plena realización de la
vocación a la fraternidad.
Jesús asume desde el principio el proyecto de Dios, concediéndole
el primado sobre todas las cosas. Pero Cristo, con su abandono a la muerte por
amor al Padre, se convierte en principio nuevo y definitivo para todos nosotros, llamados a
reconocernos hermanos en Él, hijos del
mismo Padre. Él es la misma Alianza, el lugar personal de la reconciliación del
hombre con Dios y de los hermanos entre sí. En la muerte en cruz de Jesús
también queda superada la separaciónentre
pueblos, entre el pueblo de la Alianza y el pueblo de los Gentiles, privado de
esperanza porque hasta aquel momento era ajeno a los pactos de la Promesa. Como
leemos en la Carta a los Efesios, Jesucristo reconcilia en sí a todos los
hombres. Él es la
paz, porque de los dos pueblos ha hecho uno solo, derribando el muro de
separación que los dividía, la enemistad. Él ha creado en sí mismo un solo
pueblo, un solo hombre nuevo, una sola humanidad (cf. 2,14-16).
Quien acepta la vida de Cristo y vive en Él reconoce a Dios como
Padre y se entrega totalmente a Él, amándolo sobre todas las cosas. El hombre
reconciliado ve en Dios al Padre de todos y, en consecuencia, siente el llamado
a vivir una fraternidad abierta a todos. En Cristo, el otro es aceptado y amado
como hijo o hija de Dios, como hermano o hermana, no como un extraño, y menos
aún como un contrincante o un enemigo. En la familia de Dios, donde todos son
hijos de un mismo Padre, y todos están injertados en Cristo, hijos en el Hijo, no
hay “vidas descartables”. Todos gozan de igual e intangible dignidad. Todos son
amados por Dios, todos han sido rescatados por la sangre de Cristo, muerto en
cruz y resucitado por cada uno. Ésta es la razón por la que no podemos
quedarnos indiferentes ante la suerte de los hermanos. (PAPA FRANCISCO)
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