CAPÍTULO TERCERO
A LA LUZ DEL MAESTRO
63. Puede haber muchas teorías sobre lo que es la santidad, abundantes explicaciones y distinciones. Esa reflexión podría ser útil, pero nada es más iluminador que volver a las palabras de Jesús y recoger su modo de transmitir la verdad. Jesús explicó con toda sencillez qué es ser santos, y lo hizo cuando nos dejó las bienaventuranzas (cf. Mt 5,3-12; Lc 6,20-23). Son como el carnet de identidad del cristiano. Así, si alguno de nosotros se plantea la pregunta: «¿Cómo se hace para llegar a ser un buen cristiano?», la respuesta es sencilla: es necesario hacer, cada uno a su modo, lo que dice Jesús en el sermón de las bienaventuranzas[66]. En ellas se dibuja el rostro del Maestro, que estamos llamados a transparentar en lo cotidiano de nuestras vidas.
64. La palabra «feliz» o «bienaventurado», pasa a ser sinónimo de «santo», porque expresa que la persona que es fiel a Dios y vive su Palabra alcanza, en la entrega de sí, la verdadera dicha.
A contracorriente
65. Aunque las palabras de Jesús puedan parecernos poéticas, sin embargo van muy a contracorriente con respecto a lo que es costumbre, a lo que se hace en la sociedad; y, si bien este mensaje de Jesús nos atrae, en realidad el mundo nos lleva hacia otro estilo de vida. Las bienaventuranzas de ninguna manera son algo liviano o superficial; al contrario, ya que solo podemos vivirlas si el Espíritu Santo nos invade con toda su potencia y nos libera de la debilidad del egoísmo, de la comodidad, del orgullo.
66. Volvamos a escuchar a Jesús, con todo el amor y el respeto que merece el Maestro. Permitámosle que nos golpee con sus palabras, que nos desafíe, que nos interpele a un cambio real de vida. De otro modo, la santidad será solo palabras.
Recordamos ahora las distintas bienaventuranzas en la versión del evangelio de Mateo (cf. Mt 5,3-12)[67].
«Felices los pobres de espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos»
67. El Evangelio nos invita a reconocer la verdad de nuestro corazón, para ver dónde colocamos la seguridad de nuestra vida. Normalmente el rico se siente seguro con sus riquezas, y cree que cuando están en riesgo, todo el sentido de su vida en la tierra se desmorona. Jesús mismo nos lo dijo en la parábola del rico insensato, de ese hombre seguro que, como necio, no pensaba que podría morir ese mismo día (cf. Lc 12,16-21).
68. Las riquezas no te aseguran nada. Es más: cuando el corazón se siente rico, está tan satisfecho de sí mismo que no tiene espacio para la Palabra de Dios, para amar a los hermanos ni para gozar de las cosas más grandes de la vida. Así se priva de los mayores bienes. Por eso Jesús llama felices a los pobres de espíritu, que tienen el corazón pobre, donde puede entrar el Señor con su constante novedad.
69. Esta pobreza de espíritu está muy relacionada con aquella «santa indiferencia» que proponía san Ignacio de Loyola, en la cual alcanzamos una hermosa libertad interior: «Es menester hacernos indiferentes a todas las cosas criadas, en todo lo que es concedido a la libertad de nuestro libre albedrío, y no le está prohibido; en tal manera, que no queramos de nuestra parte más salud que enfermedad, riqueza que pobreza, honor que deshonor, vida larga que corta, y por consiguiente en todo lo demás»[68].
70. Lucas no habla de una pobreza «de espíritu» sino de ser «pobres» a secas (cf. Lc 6,20), y así nos invita también a una existencia austera y despojada. De ese modo, nos convoca a compartir la vida de los más necesitados, la vida que llevaron los Apóstoles, y en definitiva a configurarnos con Jesús, que «siendo rico se hizo pobre» (2 Co 8,9).
Ser pobre en el corazón, esto es santidad.
«Felices los mansos, porque heredarán la tierra»
71. Es una expresión fuerte, en este mundo que desde el inicio es un lugar de enemistad, donde se riñe por doquier, donde por todos lados hay odio, donde constantemente clasificamos a los demás por sus ideas, por sus costumbres, y hasta por su forma de hablar o de vestir. En definitiva, es el reino del orgullo y de la vanidad, donde cada uno se cree con el derecho de alzarse por encima de los otros. Sin embargo, aunque parezca imposible, Jesús propone otro estilo: la mansedumbre. Es lo que él practicaba con sus propios discípulos y lo que contemplamos en su entrada a Jerusalén: «Mira a tu rey, que viene a ti, humilde, montado en una borrica» (Mt 21,5; cf. Za 9,9).
72. Él dijo: «Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y encontraréis descanso para vuestras almas» (Mt 11,29). Si vivimos tensos, engreídos ante los demás, terminamos cansados y agotados. Pero cuando miramos sus límites y defectos con ternura y mansedumbre, sin sentirnos más que ellos, podemos darles una mano y evitamos desgastar energías en lamentos inútiles. Para santa Teresa de Lisieux «la caridad perfecta consiste en soportar los defectos de los demás, en no escandalizarse de sus debilidades»[69].
73. Pablo menciona la mansedumbre como un fruto del Espíritu Santo (cf. Ga 5,23). Propone que, si alguna vez nos preocupan las malas acciones del hermano, nos acerquemos a corregirle, pero «con espíritu de mansedumbre» (Ga 6,1), y recuerda: «Piensa que también tú puedes ser tentado» (ibíd.). Aun cuando uno defienda su fe y sus convicciones debe hacerlo con mansedumbre (cf. 1 P 3,16), y hasta los adversarios deben ser tratados con mansedumbre (cf. 2 Tm 2,25). En la Iglesia muchas veces nos hemos equivocado por no haber acogido este pedido de la Palabra divina.
74. La mansedumbre es otra expresión de la pobreza interior, de quien deposita su confianza solo en Dios. De hecho, en la Biblia suele usarse la misma palabra anawin para referirse a los pobres y a los mansos. Alguien podría objetar: «Si yo soy tan manso, pensarán que soy un necio, que soy tonto o débil». Tal vez sea así, pero dejemos que los demás piensen esto. Es mejor ser siempre mansos, y se cumplirán nuestros mayores anhelos: los mansos «poseerán la tierra», es decir, verán cumplidas en sus vidas las promesas de Dios. Porque los mansos, más allá de lo que digan las circunstancias, esperan en el Señor, y los que esperan en el Señor poseerán la tierra y gozarán de inmensa paz (cf. Sal 37,9.11). Al mismo tiempo, el Señor confía en ellos: «En ese pondré mis ojos, en el humilde y el abatido, que se estremece ante mis palabras» (Is 66,2).
Reaccionar con humilde mansedumbre, esto es santidad.
«Felices los que lloran, porque ellos serán consolados»
75. El mundo nos propone lo contrario: el entretenimiento, el disfrute, la distracción, la diversión, y nos dice que eso es lo que hace buena la vida. El mundano ignora, mira hacia otra parte cuando hay problemas de enfermedad o de dolor en la familia o a su alrededor. El mundo no quiere llorar: prefiere ignorar las situaciones dolorosas, cubrirlas, esconderlas. Se gastan muchas energías por escapar de las circunstancias donde se hace presente el sufrimiento, creyendo que es posible disimular la realidad, donde nunca, nunca, puede faltar la cruz.
76. La persona que ve las cosas como son realmente, se deja traspasar por el dolor y llora en su corazón, es capaz de tocar las profundidades de la vida y de ser auténticamente feliz[70]. Esa persona es consolada, pero con el consuelo de Jesús y no con el del mundo. Así puede atreverse a compartir el sufrimiento ajeno y deja de huir de las situaciones dolorosas. De ese modo encuentra que la vida tiene sentido socorriendo al otro en su dolor, comprendiendo la angustia ajena, aliviando a los demás. Esa persona siente que el otro es carne de su carne, no teme acercarse hasta tocar su herida, se compadece hasta experimentar que las distancias se borran. Así es posible acoger aquella exhortación de san Pablo: «Llorad con los que lloran» (Rm 12,15).
Saber llorar con los demás, esto es santidad.
«Felices los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos quedarán saciados»
77. «Hambre y sed» son experiencias muy intensas, porque responden a necesidades primarias y tienen que ver con el instinto de sobrevivir. Hay quienes con esa intensidad desean la justicia y la buscan con un anhelo tan fuerte. Jesús dice que serán saciados, ya que tarde o temprano la justicia llega, y nosotros podemos colaborar para que sea posible, aunque no siempre veamos los resultados de este empeño.
78. Pero la justicia que propone Jesús no es como la que busca el mundo, tantas veces manchada por intereses mezquinos, manipulada para un lado o para otro. La realidad nos muestra qué fácil es entrar en las pandillas de la corrupción, formar parte de esa política cotidiana del «doy para que me den», donde todo es negocio. Y cuánta gente sufre por las injusticias, cuántos se quedan observando impotentes cómo los demás se turnan para repartirse la torta de la vida. Algunos desisten de luchar por la verdadera justicia, y optan por subirse al carro del vencedor. Eso no tiene nada que ver con el hambre y la sed de justicia que Jesús elogia.
79. Tal justicia empieza por hacerse realidad en la vida de cada uno siendo justo en las propias decisiones, y luego se expresa buscando la justicia para los pobres y débiles. Es cierto que la palabra «justicia» puede ser sinónimo de fidelidad a la voluntad de Dios con toda nuestra vida, pero si le damos un sentido muy general olvidamos que se manifiesta especialmente en la justicia con los desamparados: «Buscad la justicia, socorred al oprimido, proteged el derecho del huérfano, defended a la viuda» (Is 1,17).
Buscar la justicia con hambre y sed, esto es santidad.
«Felices los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia»
80. La misericordia tiene dos aspectos: es dar, ayudar, servir a los otros, y también perdonar, comprender. Mateo lo resume en una regla de oro: «Todo lo que queráis que haga la gente con vosotros, hacedlo vosotros con ella» (7,12). El Catecismo nos recuerda que esta ley se debe aplicar «en todos los casos»[71], de manera especial cuando alguien «se ve a veces enfrentado con situaciones que hacen el juicio moral menos seguro, y la decisión difícil»[72].
81. Dar y perdonar es intentar reproducir en nuestras vidas un pequeño reflejo de la perfección de Dios, que da y perdona sobreabundantemente. Por tal razón, en el evangelio de Lucas ya no escuchamos el «sed perfectos» (Mt 5,48) sino «sed misericordiosos como vuestro Padre es misericordioso; no juzguéis, y no seréis juzgados; no condenéis, y no seréis condenados; perdonad, y seréis perdonados; dad, y se os dará» (6,36-38). Y luego Lucas agrega algo que no deberíamos ignorar: «Con la medida con que midiereis se os medirá a vosotros» (6,38). La medida que usemos para comprender y perdonar se aplicará a nosotros para perdonarnos. La medida que apliquemos para dar, se nos aplicará en el cielo para recompensarnos. No nos conviene olvidarlo.
82. Jesús no dice: «Felices los que planean venganza», sino que llama felices a aquellos que perdonan y lo hacen «setenta veces siete» (Mt 18,22). Es necesario pensar que todos nosotros somos un ejército de perdonados. Todos nosotros hemos sido mirados con compasión divina. Si nos acercamos sinceramente al Señor y afinamos el oído, posiblemente escucharemos algunas veces este reproche: «¿No debías tú también tener compasión de tu compañero, como yo tuve compasión de ti?» (Mt 18,33).
Mirar y actuar con misericordia, esto es santidad.
«Felices los de corazón limpio, porque ellos verán a Dios»
83. Esta bienaventuranza se refiere a quienes tienen un corazón sencillo, puro, sin suciedad, porque un corazón que sabe amar no deja entrar en su vida algo que atente contra ese amor, algo que lo debilite o lo ponga en riesgo. En la Biblia, el corazón son nuestras intenciones verdaderas, lo que realmente buscamos y deseamos, más allá de lo que aparentamos: «El hombre mira las apariencias, pero el Señor mira el corazón» (1 S 16,7). Él busca hablarnos en el corazón (cf. Os 2,16) y allí desea escribir su Ley (cf. Jr 31,33). En definitiva, quiere darnos un corazón nuevo (cf. Ez 36,26).
84. Lo que más hay que cuidar es el corazón (cf. Pr 4,23). Nada manchado por la falsedad tiene un valor real para el Señor. Él «huye de la falsedad, se aleja de los pensamientos vacíos» (Sb 1,5). El Padre, que «ve en lo secreto» (Mt 6,6), reconoce lo que no es limpio, es decir, lo que no es sincero, sino solo cáscara y apariencia, así como el Hijo sabe también «lo que hay dentro de cada hombre» (Jn 2,25).
85. Es cierto que no hay amor sin obras de amor, pero esta bienaventuranza nos recuerda que el Señor espera una entrega al hermano que brote del corazón, ya que «si repartiera todos mis bienes entre los necesitados; si entregara mi cuerpo a las llamas, pero no tengo amor, de nada me serviría» (1 Co 13,3). En el evangelio de Mateo vemos también que lo que viene de dentro del corazón es lo que contamina al hombre (cf. 15,18), porque de allí proceden los asesinatos, el robo, los falsos testimonios, y demás cosas (cf. 15,19). En las intenciones del corazón se originan los deseos y las decisiones más profundas que realmente nos mueven.
86. Cuando el corazón ama a Dios y al prójimo (cf. Mt 22,36-40), cuando esa es su intención verdadera y no palabras vacías, entonces ese corazón es puro y puede ver a Dios. San Pablo, en medio de su himno a la caridad, recuerda que «ahora vemos como en un espejo, confusamente» (1 Co 13,12), pero en la medida que reine de verdad el amor, nos volveremos capaces de ver «cara a cara» (ibíd.). Jesús promete que los de corazón puro «verán a Dios».
Mantener el corazón limpio de todo lo que mancha el amor, esto es santidad.
«Felices los que trabajan por la paz, porque ellos serán llamados hijos de Dios»
87. Esta bienaventuranza nos hace pensar en las numerosas situaciones de guerra que se repiten. Para nosotros es muy común ser agentes de enfrentamientos o al menos de malentendidos. Por ejemplo, cuando escucho algo de alguien y voy a otro y se lo digo; e incluso hago una segunda versión un poco más amplia y la difundo. Y si logro hacer más daño, parece que me provoca mayor satisfacción. El mundo de las habladurías, hecho por gente que se dedica a criticar y a destruir, no construye la paz. Esa gente más bien es enemiga de la paz y de ningún modo bienaventurada[73].
88. Los pacíficos son fuente de paz, construyen paz y amistad social. A esos que se ocupan de sembrar paz en todas partes, Jesús les hace una promesa hermosa: «Ellos serán llamados hijos de Dios» (Mt 5,9). Él pedía a los discípulos que cuando llegaran a un hogar dijeran: «Paz a esta casa» (Lc 10,5). La Palabra de Dios exhorta a cada creyente para que busque la paz junto con todos (cf. 2 Tm 2,22), porque «el fruto de la justicia se siembra en la paz para quienes trabajan por la paz» (St 3,18). Y si en alguna ocasión en nuestra comunidad tenemos dudas acerca de lo que hay que hacer, «procuremos lo que favorece la paz» (Rm 14,19) porque la unidad es superior al conflicto[74].
89. No es fácil construir esta paz evangélica que no excluye a nadie sino que integra también a los que son algo extraños, a las personas difíciles y complicadas, a los que reclaman atención, a los que son diferentes, a quienes están muy golpeados por la vida, a los que tienen otros intereses. Es duro y requiere una gran amplitud de mente y de corazón, ya que no se trata de «un consenso de escritorio o una efímera paz para una minoría feliz»[75], ni de un proyecto «de unos pocos para unos pocos»[76]. Tampoco pretende ignorar o disimular los conflictos, sino «aceptar sufrir el conflicto, resolverlo y transformarlo en el eslabón de un nuevo proceso»[77]. Se trata de ser artesanos de la paz, porque construir la paz es un arte que requiere serenidad, creatividad, sensibilidad y destreza.
Sembrar paz a nuestro alrededor, esto es santidad.
«Felices los perseguidos por causa de la justicia, porque de ellos es el reino de los cielos»
90. Jesús mismo remarca que este camino va a contracorriente hasta el punto de convertirnos en seres que cuestionan a la sociedad con su vida, personas que molestan. Jesús recuerda cuánta gente es perseguida y ha sido perseguida sencillamente por haber luchado por la justicia, por haber vivido sus compromisos con Dios y con los demás. Si no queremos sumergirnos en una oscura mediocridad no pretendamos una vida cómoda, porque «quien quiera salvar su vida la perderá» (Mt 16,25).
91. No se puede esperar, para vivir el Evangelio, que todo a nuestro alrededor sea favorable, porque muchas veces las ambiciones del poder y los intereses mundanos juegan en contra nuestra. San Juan Pablo II decía que «está alienada una sociedad que, en sus formas de organización social, de producción y consumo, hace más difícil la realización de esta donación [de sí] y la formación de esa solidaridad interhumana»[78]. En una sociedad así, alienada, atrapada en una trama política, mediática, económica, cultural e incluso religiosa que impide un auténtico desarrollo humano y social, se vuelve difícil vivir las bienaventuranzas, llegando incluso a ser algo mal visto, sospechado, ridiculizado.
92. La cruz, sobre todo los cansancios y los dolores que soportamos por vivir el mandamiento del amor y el camino de la justicia, es fuente de maduración y de santificación. Recordemos que cuando el Nuevo Testamento habla de los sufrimientos que hay que soportar por el Evangelio, se refiere precisamente a las persecuciones (cf. Hch 5,41; Flp 1,29; Col 1,24; 2 Tm 1,12; 1 P 2,20; 4,14-16; Ap 2,10).
93. Pero hablamos de las persecuciones inevitables, no de las que podamos ocasionarnos nosotros mismos con un modo equivocado de tratar a los demás. Un santo no es alguien raro, lejano, que se vuelve insoportable por su vanidad, su negatividad y sus resentimientos. No eran así los Apóstoles de Cristo. El libro de los Hechos cuenta insistentemente que ellos gozaban de la simpatía «de todo el pueblo» (2,47; cf. 4,21.33; 5,13) mientras algunas autoridades los acosaban y perseguían (cf. 4,1-3; 5,17-18).
94. Las persecuciones no son una realidad del pasado, porque hoy también las sufrimos, sea de manera cruenta, como tantos mártires contemporáneos, o de un modo más sutil, a través de calumnias y falsedades. Jesús dice que habrá felicidad cuando «os calumnien de cualquier modo por mi causa» (Mt 5,11). Otras veces se trata de burlas que intentan desfigurar nuestra fe y hacernos pasar como seres ridículos. Aceptar cada día el camino del Evangelio aunque nos traiga problemas, esto es santidad.
El gran protocolo
95. En el capítulo 25 del evangelio de Mateo (vv. 31-46), Jesús vuelve a detenerse en una de estas bienaventuranzas, la que declara felices a los misericordiosos. Si buscamos esa santidad que agrada a los ojos de Dios, en este texto hallamos precisamente un protocolo sobre el cual seremos juzgados: «Porque tuve hambre y me disteis de comer, tuve sed y me disteis de beber, fui forastero y me hospedasteis, estuve desnudo y me vestisteis, enfermo y me visitasteis, en la cárcel y vinisteis a verme» (25,35-36).
Por fidelidad al Maestro
96. Por lo tanto, ser santos no significa blanquear los ojos en un supuesto éxtasis. Decía san Juan Pablo II que «si verdaderamente hemos partido de la contemplación de Cristo, tenemos que saberlo descubrir sobre todo en el rostro de aquellos con los que él mismo ha querido identificarse»[79]. El texto de Mateo 25,35-36 «no es una simple invitación a la caridad: es una página de cristología, que ilumina el misterio de Cristo»[80]. En este llamado a reconocerlo en los pobres y sufrientes se revela el mismo corazón de Cristo, sus sentimientos y opciones más profundas, con las cuales todo santo intenta configurarse.
97. Ante la contundencia de estos pedidos de Jesús es mi deber rogar a los cristianos que losacepten y reciban con sincera apertura, «sine glossa», es decir, sin comentario, sin elucubraciones y excusas que les quiten fuerza. El Señor nos dejó bien claro que la santidad no puede entenderse ni vivirse al margen de estas exigencias suyas, porque la misericordia es «el corazón palpitante del Evangelio»[81].
98. Cuando encuentro a una persona durmiendo a la intemperie, en una noche fría, puedo sentir que ese bulto es un imprevisto que me interrumpe, un delincuente ocioso, un estorbo en mi camino, un aguijón molesto para mi conciencia, un problema que deben resolver los políticos, y quizá hasta una basura que ensucia el espacio público. O puedo reaccionar desde la fe y la caridad, y reconocer en él a un ser humano con mi misma dignidad, a una creatura infinitamente amada por el Padre, a una imagen de Dios, a un hermano redimido por Jesucristo. ¡Eso es ser cristianos! ¿O acaso puede entenderse la santidad al margen de este reconocimiento vivo de la dignidad de todo ser humano?[82]
99. Esto implica para los cristianos una sana y permanente insatisfacción. Aunque aliviar a una sola persona ya justificaría todos nuestros esfuerzos, eso no nos basta. Los Obispos de Canadá lo expresaron claramente mostrando que, en las enseñanzas bíblicas sobre el Jubileo, por ejemplo, no se trata solo de realizar algunas buenas obras sino de buscar un cambio social: «Para que las generaciones posteriores también fueran liberadas, claramente el objetivo debía ser la restauración de sistemas sociales y económicos justos para que ya no pudiera haber exclusión»[83].
Las ideologías que mutilan el corazón del Evangelio
100. Lamento que a veces las ideologías nos lleven a dos errores nocivos. Por una parte, el de los cristianos que separan estas exigencias del Evangelio de su relación personal con el Señor, de la unión interior con él, de la gracia. Así se convierte al cristianismo en una especie de ONG, quitándole esa mística luminosa que tan bien vivieron y manifestaron san Francisco de Asís, san Vicente de Paúl, santa Teresa de Calcuta y otros muchos. A estos grandes santos ni la oración, ni el amor de Dios, ni la lectura del Evangelio les disminuyeron la pasión o la eficacia de su entrega al prójimo, sino todo lo contrario.
101. También es nocivo e ideológico el error de quienes viven sospechando del compromiso social de los demás, considerándolo algo superficial, mundano, secularista, inmanentista, comunista, populista. O lo relativizan como si hubiera otras cosas más importantes o como si solo interesara una determinada ética o una razón que ellos defienden. La defensa del inocente que no ha nacido, por ejemplo, debe ser clara, firme y apasionada, porque allí está en juego la dignidad de la vida humana, siempre sagrada, y lo exige el amor a cada persona más allá de su desarrollo. Pero igualmente sagrada es la vida de los pobres que ya han nacido, que se debaten en la miseria, el abandono, la postergación, la trata de personas, la eutanasia encubierta en los enfermos y ancianos privados de atención, las nuevas formas de esclavitud, y en toda forma de descarte[84]. No podemos plantearnos un ideal de santidad que ignore la injusticia de este mundo, donde unos festejan, gastan alegremente y reducen su vida a las novedades del consumo, al mismo tiempo que otros solo miran desde afuera mientras su vida pasa y se acaba miserablemente.
102. Suele escucharse que, frente al relativismo y a los límites del mundo actual, sería un asunto menor la situación de los migrantes, por ejemplo. Algunos católicos afirman que es un tema secundario al lado de los temas «serios» de la bioética. Que diga algo así un político preocupado por sus éxitos se puede comprender; pero no un cristiano, a quien solo le cabe la actitud de ponerse en los zapatos de ese hermano que arriesga su vida para dar un futuro a sus hijos. ¿Podemos reconocer que es precisamente eso lo que nos reclama Jesucristo cuando nos dice que a él mismo lo recibimos en cada forastero (cf. Mt 25,35)? San Benito lo había asumido sin vueltas y, aunque eso pudiera «complicar» la vida de los monjes, estableció que a todos los huéspedes que se presentaran en el monasterio se los acogiera «como a Cristo»[85], expresándolo aun con gestos de adoración[86], y que a los pobres y peregrinos se los tratara «con el máximo cuidado y solicitud»[87].
103. Algo semejante plantea el Antiguo Testamento cuando dice: «No maltratarás ni oprimirás al emigrante, pues emigrantes fuisteis vosotros en la tierra de Egipto» (Ex 22,20). «Si un emigrante reside con vosotros en vuestro país, no lo oprimiréis. El emigrante que reside entre vosotros será para vosotros como el indígena: lo amarás como a ti mismo, porque emigrantes fuisteis en Egipto» (Lv 19,33-34). Por lo tanto, no se trata de un invento de un Papa o de un delirio pasajero. Nosotros también, en el contexto actual, estamos llamados a vivir el camino de iluminación espiritual que nos presentaba el profeta Isaías cuando se preguntaba qué es lo que agrada a Dios: «Partir tu pan con el hambriento, hospedar a los pobres sin techo, cubrir a quien ves desnudo y no desentenderte de los tuyos. Entonces surgirá tu luz como la aurora» (58,7-8). El culto que más le agrada
104. Podríamos pensar que damos gloria a Dios solo con el culto y la oración, o únicamente cumpliendo algunas normas éticas ―es verdad que el primado es la relación con Dios―, y olvidamos que el criterio para evaluar nuestra vida es ante todo lo que hicimos con los demás. La oración es preciosa si alimenta una entrega cotidiana de amor. Nuestro culto agrada a Dios cuando allí llevamos los intentos de vivir con generosidad y cuando dejamos que el don de Dios que recibimos en él se manifieste en la entrega a los hermanos.
105. Por la misma razón, el mejor modo de discernir si nuestro camino de oración es auténtico será mirar en qué medida nuestra vida se va transformando a la luz de la misericordia. Porque «la misericordia no es solo el obrar del Padre, sino que ella se convierte en el criterio para saber quiénes son realmente sus verdaderos hijos»[88]. Ella «es la viga maestra que sostiene la vida de la Iglesia»[89]. Quiero remarcar una vez más que, si bien la misericordia no excluye la justicia y laverdad, «ante todo tenemos que decir que la misericordia es la plenitud de la justicia y la manifestación más luminosa de la verdad de Dios»[90]. Ella «es la llave del cielo»[91].
106. No puedo dejar de recordar aquella pregunta que se hacía santo Tomás de Aquino cuando se planteaba cuáles son nuestras acciones más grandes, cuáles son las obras externas que mejor manifiestan nuestro amor a Dios. Él respondió sin dudar que son las obras de misericordia con el prójimo[92], más que los actos de culto: «No adoramos a Dios con sacrificios y dones exteriores por él mismo, sino por nosotros y por el prójimo. Él no necesita nuestros sacrificios, pero quiere que se los ofrezcamos por nuestra devoción y para la utilidad del prójimo. Por eso, la misericordia, que socorre los defectos ajenos, es el sacrificio que más le agrada, ya que causa más de cerca la utilidad del prójimo»[93].
107. Quien de verdad quiera dar gloria a Dios con su vida, quien realmente anhele santificarse para que su existencia glorifique al Santo, está llamado a obsesionarse, desgastarse y cansarse intentando vivir las obras de misericordia. Es lo que había comprendido muy bien santa Teresa de Calcuta: «Sí, tengo muchas debilidades humanas, muchas miserias humanas. […] Pero él baja y nos usa, a usted y a mí, para ser su amor y su compasión en el mundo, a pesar de nuestros pecados, a pesar de nuestras miserias y defectos. Él depende de nosotros para amar al mundo y demostrarle lo mucho que lo ama. Si nos ocupamos demasiado de nosotros mismos, no nos quedará tiempo para los demás»[94].
108. El consumismo hedonista puede jugarnos una mala pasada, porque en la obsesión por pasarla bien terminamos excesivamente concentrados en nosotros mismos, en nuestros derechos y en esa desesperación por tener tiempo libre para disfrutar. Será difícil que nos ocupemos y dediquemos energías a dar una mano a los que están mal si no cultivamos una cierta austeridad, si no luchamos contra esa fiebre que nos impone la sociedad de consumo para vendernos cosas, y que termina convirtiéndonos en pobres insatisfechos que quieren tenerlo todo y probarlo todo. También el consumo de información superficial y las formas de comunicación rápida y virtual pueden ser un factor de atontamiento que se lleva todo nuestro tiempo y nos aleja de la carne sufriente de los hermanos. En medio de esta vorágine actual, el Evangelio vuelve a resonar para ofrecernos una vida diferente, más sana y más feliz.
***
109. La fuerza del testimonio de los santos está en vivir las bienaventuranzas y el protocolo del juicio final. Son pocas palabras, sencillas, pero prácticas y válidas para todos, porque el cristianismo es principalmente para ser practicado, y si es también objeto de reflexión, eso solo es válido cuando nos ayuda a vivir el Evangelio en la vida cotidiana. Recomiendo vivamente releer con frecuencia estos grandes textos bíblicos, recordarlos, orar con ellos, intentar hacerlos carne. Nos harán bien, nos harán genuinamente felices.
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