CAPÍTULO 2
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CAPÍTULO SEGUNDO DOS SUTILES ENEMIGOS DE LA SANTIDAD
El gnosticismo actual
36. El gnosticismo supone «una fe encerrada en el subjetivismo, donde solo interesa una determinada experiencia o una serie de razonamientos y conocimientos que supuestamente reconfortan e iluminan, pero en definitiva el sujeto queda clausurado en la inmanencia de su propia razón o de sus sentimientos»[35]
Una mente sin Dios y sin carne
37. Gracias a Dios, a lo largo de la historia de la Iglesia quedó muy claro que lo que mide la perfección de las personas es su grado de caridad, no la cantidad de datos y conocimientos que acumulen. Los «gnósticos» tienen una confusión en este punto, y juzgan a los demás según la capacidad que tengan de comprender la profundidad de determinadas doctrinas. Conciben una mente sin encarnación, incapaz de tocar la carne sufriente de Cristo en los otros, encorsetada en una enciclopedia de abstracciones. Al descarnar el misterio finalmente prefieren «un Dios sin Cristo, un Cristo sin Iglesia, una Iglesia sin pueblo»[36].
38. En definitiva, se trata de una superficialidad vanidosa: mucho movimiento en la superficie de la mente, pero no se mueve ni se conmueve la profundidad del pensamiento. Sin embargo, logra subyugar a algunos con una fascinación engañosa, porque el equilibrio gnóstico es formal y supuestamente aséptico, y puede asumir el aspecto de una cierta armonía o de un orden que lo abarca todo.
39. Pero estemos atentos. No me refiero a los racionalistas enemigos de la fe cristiana. Esto puede ocurrir dentro de la Iglesia, tanto en los laicos de las parroquias como en quienes enseñan filosofía o teología en centros de formación. Porque también es propio de los gnósticos creer que con sus explicaciones ellos pueden hacer perfectamente comprensible toda la fe y todo el Evangelio. Absolutizan sus propias teorías y obligan a los demás a someterse a los razonamientos que ellos usan. Una cosa es un sano y humilde uso de la razón para reflexionar sobre la enseñanza teológica y moral del Evangelio; otra es pretender reducir la enseñanza de Jesús a una lógica fría y dura que busca dominarlo todo[37].
Una doctrina sin misterio
40. El gnosticismo es una de las peores ideologías, ya que, al mismo tiempo que exalta indebidamente el conocimiento o una determinada experiencia, considera que su propia visión de la realidad es la perfección. Así, quizá sin advertirlo, esta ideología se alimenta a sí misma y se enceguece aún más. A veces se vuelve especialmente engañosa cuando se disfraza de una espiritualidad desencarnada. Porque el gnosticismo «por su propia naturaleza quiere domesticar el misterio»[38], tanto el misterio de Dios y de su gracia, como el misterio de la vida de los demás.
41. Cuando alguien tiene respuestas a todas las preguntas, demuestra que no está en un sano camino y es posible que sea un falso profeta, que usa la religión en beneficio propio, al servicio de sus elucubraciones psicológicas y mentales. Dios nos supera infinitamente, siempre es una sorpresa y no somos nosotros los que decidimos en qué circunstancia histórica encontrarlo, ya que no depende de nosotros determinar el tiempo y el lugar del encuentro. Quien lo quiere todo claro y seguro pretende dominar la trascendencia de Dios.
42. Tampoco se puede pretender definir dónde no está Dios, porque él está misteriosamente en la vida de toda persona, está en la vida de cada uno como él quiere, y no podemos negarlo con nuestras supuestas certezas. Aun cuando la existencia de alguien haya sido un desastre, aun cuando lo veamos destruido por los vicios o las adicciones, Dios está en su vida. Si nos dejamos guiar por el Espíritu más que por nuestros razonamientos, podemos y debemos buscar al Señor en toda vida humana. Esto es parte del misterio que las mentalidades gnósticas terminan rechazando, porque no lo pueden controlar.
Los límites de la razón
43. Nosotros llegamos a comprender muy pobremente la verdad que recibimos del Señor. Con mayor dificultad todavía logramos expresarla. Por ello no podemos pretender que nuestro modo de entenderla nos autorice a ejercer una supervisión estricta de la vida de los demás. Quiero recordar que en la Iglesia conviven lícitamente distintas maneras de interpretar muchos aspectos de la doctrina y de la vida cristiana que, en su variedad, «ayudan a explicitar mejor el riquísimo tesoro de la Palabra». Es verdad que «a quienes sueñan con una doctrina monolítica defendida por todos sin matices, esto puede parecerles una imperfecta dispersión»[39]. Precisamente, algunas corrientes gnósticas despreciaron la sencillez tan concreta del Evangelio e intentaron reemplazar al Dios trinitario y encarnado por una Unidad superior donde desaparecía la rica multiplicidad de nuestra historia.
44. En realidad, la doctrina, o mejor, nuestra comprensión y expresión de ella, «no es un sistema cerrado, privado de dinámicas capaces de generar interrogantes, dudas, cuestionamientos», y «las preguntas de nuestro pueblo, sus angustias, sus peleas, sus sueños, sus luchas, sus preocupaciones, poseen valor hermenéutico que no podemos ignorar si queremos tomar en serio el principio de encarnación. Sus preguntas nos ayudan a preguntarnos, sus cuestionamientos nos cuestionan»[40].
45. Con frecuencia se produce una peligrosa confusión: creer que porque sabemos algo o podemos explicarlo con una determinada lógica, ya somos santos, perfectos, mejores que la «masa ignorante». A todos los que en la Iglesia tienen la posibilidad de una formación más alta, san Juan Pablo II les advertía de la tentación de desarrollar «un cierto sentimiento de superioridad respecto a los demás fieles»[41]. Pero en realidad, eso que creemos saber debería ser siempre una motivación para responder mejor al amor de Dios, porque «se aprende para vivir: teología y santidad son un binomio inseparable»[42].
46. Cuando san Francisco de Asís veía que algunos de sus discípulos enseñaban la doctrina, quiso evitar la tentación del gnosticismo. Entonces escribió esto a san Antonio de Padua: «Me agrada que enseñes sagrada teología a los hermanos con tal que, en el estudio de la misma, no apagues el espíritu de oración y devoción»[43]. Él reconocía la tentación de convertir la experiencia cristiana en un conjunto de elucubraciones mentales que terminan alejándonos de la frescura del Evangelio. San Buenaventura, por otra parte, advertía que la verdadera sabiduría cristiana no se debe desconectar de la misericordia hacia el prójimo: «La mayor sabiduría que puede existir consiste en difundir fructuosamente lo que uno tiene para dar, lo que se le ha dado precisamente para que lo dispense. [...] Por eso, así como la misericordia es amiga de la sabiduría, la avaricia es su enemiga»[44]. «Hay una actividad que al unirse a la contemplación no la impide, sino que la facilita, como las obras de misericordia y piedad»[45].
El pelagianismo actual
47. El gnosticismo dio lugar a otra vieja herejía, que también está presente hoy. Con el paso del tiempo, muchos comenzaron a reconocer que no es el conocimiento lo que nos hace mejores o santos, sino la vida que llevamos. El problema es que esto se degeneró sutilmente, de manera que el mismo error de los gnósticos simplemente se transformó, pero no fue superado.
48. Porque el poder que los gnósticos atribuían a la inteligencia, algunos comenzaron a atribuírselo a la voluntad humana, al esfuerzo personal. Así surgieron los pelagianos y los semipelagianos. Ya no era la inteligencia lo que ocupaba el lugar del misterio y de la gracia, sino la voluntad. Se olvidaba que «todo depende no del querer o del correr, sino de la misericordia de Dios» (Rm 9,16) y que «él nos amó primero» (1 Jn 4,19).
Una voluntad sin humildad
49. Los que responden a esta mentalidad pelagiana o semipelagiana, aunque hablen de la gracia de Dios con discursos edulcorados «en el fondo solo confían en sus propias fuerzas y se sienten superiores a otros por cumplir determinadas normas o por ser inquebrantablemente fieles a cierto estilo católico»[46]. Cuando algunos de ellos se dirigen a los débiles diciéndoles que todo se puede con la gracia de Dios, en el fondo suelen transmitir la idea de que todo se puede con la voluntad humana, como si ella fuera algo puro, perfecto, omnipotente, a lo que se añade la gracia. Se pretende ignorar que «no todos pueden todo»[47], y que en esta vida las fragilidades humanas no son sanadas completa y definitivamente por la gracia[48]. En cualquier caso, como enseñaba san Agustín, Dios te invita a hacer lo que puedas y a pedir lo que no puedas[49]; o bien a decirle al Señor humildemente: «Dame lo que me pides y pídeme lo que quieras»[50].
50. En el fondo, la falta de un reconocimiento sincero, dolorido y orante de nuestros límites es lo que impide a la gracia actuar mejor en nosotros, ya que no le deja espacio para provocar ese bien posible que se integra en un camino sincero y real de crecimiento[51]. La gracia, precisamente porque supone nuestra naturaleza, no nos hace superhombres de golpe. Pretenderlo sería confiar demasiado en nosotros mismos. En este caso, detrás de la ortodoxia, nuestras actitudes pueden no corresponder a lo que afirmamos sobre la necesidad de la gracia, y en los hechos terminamos confiando poco en ella. Porque si no advertimos nuestra realidad concreta y limitada, tampoco podremos ver los pasos reales y posibles que el Señor nos pide en cada momento, después de habernos capacitado y cautivado con su don. La gracia actúa históricamente y, de ordinario, nos toma y transforma de una forma progresiva[52]. Por ello, si rechazamos esta manera histórica y progresiva, de hecho podemos llegar a negarla y bloquearla, aunque la exaltemos con nuestras palabras.
51. Cuando Dios se dirige a Abraham le dice: «Yo soy Dios todopoderoso, camina en mi presencia y sé perfecto» (Gn 17,1). Para poder ser perfectos, como a él le agrada, necesitamos vivir humildemente en su presencia, envueltos en su gloria; nos hace falta caminar en unión con él reconociendo su amor constante en nuestras vidas. Hay que perderle el miedo a esa presencia que solamente puede hacernos bien. Es el Padre que nos dio la vida y nos ama tanto. Una vez que lo aceptamos y dejamos de pensar nuestra existencia sin él, desaparece la angustia de la soledad (cf. Sal 139,7). Y si ya no ponemos distancias frente a Dios y vivimos en su presencia, podremos permitirle que examine nuestro corazón para ver si va por el camino correcto (cf. Sal 139,23-24). Así conoceremos la voluntad agradable y perfecta del Señor (cf. Rm 12,1-2) y dejaremos que él nos moldee como un alfarero (cf. Is 29,16). Hemos dicho tantas veces que Dios habita en nosotros, pero es mejor decir que nosotros habitamos en él, que él nos permite vivir en su luz y en su amor. Él es nuestro templo: lo que busco es habitar en la casa del Señor todos los días de mi vida (cf. Sal 27,4). «Vale más un día en tus atrios que mil en mi casa»(Sal 84,11). En él somos santificados.
Una enseñanza de la Iglesia muchas veces olvidada
52. La Iglesia enseñó reiteradas veces que no somos justificados por nuestras obras o por nuestros esfuerzos, sino por la gracia del Señor que toma la iniciativa. Los Padres de la Iglesia, aun antes de san Agustín, expresaban con claridad esta convicción primaria. San Juan Crisóstomo decía que Dios derrama en nosotros la fuente misma de todos los dones antes de que nosotros hayamos entrado en el combate[53]. San Basilio Magno remarcaba que el fiel se gloría solo en Dios, porque «reconoce estar privado de la verdadera justicia y que es justificado únicamente mediante la fe en Cristo»[54].
53. El II Sínodo de Orange enseñó con firme autoridad que nada humano puede exigir, merecer o comprar el don de la gracia divina, y que todo lo que pueda cooperar con ella es previamente don de la misma gracia: «Aun el querer ser limpios se hace en nosotros por infusión y operación sobre nosotros del Espíritu Santo»[55]. Posteriormente, aun cuando el Concilio de Trento destacó la importancia de nuestra cooperación para el crecimiento espiritual, reafirmó aquella enseñanza dogmática: «Se dice que somos justificados gratuitamente, porque nada de lo que precede a la justificación, sea la fe, sean las obras, merece la gracia misma de la justificación; “porque si es gracia, ya no es por las obras; de otro modo la gracia ya no sería gracia” (Rm 11,6)»[56].
54. El Catecismo de la Iglesia Católica también nos recuerda que el don de la gracia «sobrepasa las capacidades de la inteligencia y las fuerzas de la voluntad humana»[57], y que «frente a Dios no hay, en el sentido de un derecho estricto, mérito alguno de parte del hombre. Entre él y nosotros la desigualdad no tiene medida»[58]. Su amistad nos supera infinitamente, no puede ser comprada por nosotros con nuestras obras y solo puede ser un regalo de su iniciativa de amor. Esto nos invita a vivir con una gozosa gratitud por ese regalo que nunca mereceremos, puesto que «después que uno ya posee la gracia, no puede la gracia ya recibida caer bajo mérito»[59]. Los santos evitan depositar la confianza en sus acciones: «En el atardecer de esta vida me presentaré ante ti con las manos vacías, Señor, porque no te pido que lleves cuenta de mis obras. Todas nuestras justicias tienen manchas a tus ojos»[60].
55. Esta es una de las grandes convicciones definitivamente adquiridas por la Iglesia, y está tan claramente expresada en la Palabra de Dios que queda fuera de toda discusión. Así como el supremo mandamiento del amor, esta verdad debería marcar nuestro estilo de vida, porque bebe del corazón del Evangelio y nos convoca no solo a aceptarla con la mente, sino a convertirla en un gozo contagioso. Pero no podremos celebrar con gratitud el regalo gratuito de la amistad con el Señor si no reconocemos que aun nuestra existencia terrena y nuestras capacidades naturales son un regalo. Necesitamos «consentir jubilosamente que nuestra realidad sea dádiva, y aceptar aun nuestra libertad como gracia. Esto es lo difícil hoy en un mundo que cree tener algo por sí mismo, fruto de su propia originalidad o de su libertad»[61].
56. Solamente a partir del don de Dios, libremente acogido y humildemente recibido, podemos cooperar con nuestros esfuerzos para dejarnos transformar más y más[62]. Lo primero es pertenecer a Dios. Se trata de ofrecernos a él que nos primerea, de entregarle nuestras capacidades, nuestro empeño, nuestra lucha contra el mal y nuestra creatividad, para que su don gratuito crezca y se desarrolle en nosotros: «Os exhorto, pues, hermanos, por la misericordia de Dios, a que presentéis vuestros cuerpos como sacrificio vivo, santo, agradable a Dios» (Rm 12,1). Por otra parte, la Iglesia siempre enseñó que solo la caridad hace posible el crecimiento en la vida de la gracia, porque si no tengo caridad, no soy nada (cf. 1 Co 13,2).
Los nuevos pelagianos
57. Todavía hay cristianos que se empeñan en seguir otro camino: el de la justificación por las propias fuerzas, el de la adoración de la voluntad humana y de la propia capacidad, que se traduce en una autocomplacencia egocéntrica y elitista privada del verdadero amor. Se manifiesta en muchas actitudes aparentemente distintas: la obsesión por la ley, la fascinación por mostrar conquistas sociales y políticas, la ostentación en el cuidado de la liturgia, de la doctrina y del prestigio de la Iglesia, la vanagloria ligada a la gestión de asuntos prácticos, el embeleso por las dinámicas de autoayuda y de realización autorreferencial. En esto algunos cristianos gastan sus energías y su tiempo, en lugar de dejarse llevar por el Espíritu en el camino del amor, de apasionarse por comunicar la hermosura y la alegría del Evangelio y de buscar a los perdidos en esas inmensas multitudes sedientas de Cristo[63]
58. Muchas veces, en contra del impulso del Espíritu, la vida de la Iglesia se convierte en una pieza de museo o en una posesión de pocos. Esto ocurre cuando algunos grupos cristianos dan excesiva importancia al cumplimiento de determinadas normas propias, costumbres o estilos. De esa manera, se suele reducir y encorsetar el Evangelio, quitándole su sencillez cautivante y su sal. Es quizás una forma sutil de pelagianismo, porque parece someter la vida de la gracia a unas estructuras humanas. Esto afecta a grupos, movimientos y comunidades, y es lo que explica por qué tantas veces comienzan con una intensa vida en el Espíritu, pero luego terminan fosilizados... o corruptos.
59. Sin darnos cuenta, por pensar que todo depende del esfuerzo humano encauzado por normas y estructuras eclesiales, complicamos el Evangelio y nos volvemos esclavos de un esquema que deja pocos resquicios para que la gracia actúe. Santo Tomás de Aquino nos recordaba que los preceptos añadidos al Evangelio por la Iglesia deben exigirse con moderación «para no hacer pesada la vida a los fieles», porque así «se convertiría nuestra religión en una esclavitud»[64].
El resumen de la Ley
60. En orden a evitarlo, es sano recordar frecuentemente que existe una jerarquía de virtudes, que nos invita a buscar lo esencial. El primado lo tienen las virtudes teologales, que tienen a Dios como objeto y motivo. Y en el centro está la caridad. San Pablo dice que lo que cuenta de verdad es «la fe que actúa por el amor» (Ga 5,6). Estamos llamados a cuidar atentamente la caridad: «El que ama ha cumplido el resto de la ley […] por eso la plenitud de la ley es el amor» (Rm 13,8.10). «Porque toda la ley se cumple en una sola frase, que es: Amarás a tu prójimo como a ti mismo» (Ga 5,14).
61. Dicho con otras palabras: en medio de la tupida selva de preceptos y prescripciones, Jesús abre una brecha que permite distinguir dos rostros, el del Padre y el del hermano. No nos entrega dos fórmulas o dos preceptos más. Nos entrega dos rostros, o mejor, uno solo, el de Dios que se refleja en muchos. Porque en cada hermano, especialmente en el más pequeño, frágil, indefenso y necesitado, está presente la imagen misma de Dios. En efecto, el Señor, al final de los tiempos, plasmará su obra de arte con el desecho de esta humanidad vulnerable. Pues, «¿qué es lo que queda?, ¿qué es lo que tiene valor en la vida?, ¿qué riquezas son las que no desaparecen? Sin duda, dos: El Señor y el prójimo. Estas dos riquezas no desaparecen»[65].
62. ¡Que el Señor libere a la Iglesia de las nuevas formas de gnosticismo y de pelagianismo que la complican y la detienen en su camino hacia la santidad! Estas desviaciones se expresan de diversas formas, según el propio temperamento y las propias características. Por eso exhorto a cada uno a preguntarse y a discernir frente a Dios de qué manera pueden estar manifestándose en su vida.
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