Empiezo
con una pregunta: Si hay que confirmar en la fe a los que creen, ¿qué tendremos
que hacer con los gentiles? Lo dejo ahí, en el aire, para la reflexión posterior.
Esta
fase del curso nos hace “sudar sangre”. Se junta la Evaluación, la semana cultural
por la fiesta de San José y el aniversario de la beatificación de Madre Matilde, etc. y mutamos en ESPARTANOS. Prietas las filas, apoyados unos en otros, para llegar
dignamente a todo. Somos imagen de la obra de Matilde, de la obra de Dios y
tenemos que cultivar cuerpo, mente y espíritu de las nuevas generaciones,
intentando que la distancia que hay entre nosotros y la sociedad que nos rodea,
y nos nutre, no sea infranqueable.
Esto
es parte de nuestra CRUZ, de nuestro camino…
Sigamos
nuestra senda, peregrinos. ¡Ánimo y adelante! AMÉN.
LA PALABRA:
Lectura del
santo evangelio según san Mateo (17,1-9):
En aquel tiempo, Jesús tomó consigo a Pedro, a Santiago y a su hermano Juan y se los llevó aparte a una montaña alta. Se transfiguró delante de ellos, y su rostro resplandecía como el sol, y sus vestidos se volvieron blancos como la luz. Y se les aparecieron Moisés y Elías conversando con él.
En aquel tiempo, Jesús tomó consigo a Pedro, a Santiago y a su hermano Juan y se los llevó aparte a una montaña alta. Se transfiguró delante de ellos, y su rostro resplandecía como el sol, y sus vestidos se volvieron blancos como la luz. Y se les aparecieron Moisés y Elías conversando con él.
Pedro, entonces, tomó la palabra y dijo a Jesús: «Señor, ¡qué bien se está aquí! Sí quieres, haré tres tiendas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías.»
Todavía estaba hablando cuando una nube luminosa los cubrió con su sombra, y una voz desde la nube decía: «Éste es mi Hijo, el amado, mi predilecto. Escuchadlo.» Al oírlo, los discípulos cayeron de bruces, llenos de espanto.
Jesús se acercó y, tocándolos, les dijo: «Levantaos, no temáis.» Al alzar los ojos, no vieron a nadie más que a Jesús, solo.
Cuando bajaban de la montaña, Jesús les mandó: «No contéis a nadie la visión hasta que el Hijo del hombre resucite de entre los muertos.»
PARA REFLEXIONAR:
Jesús había anunciado a los suyos la inminencia de su
Pasión y los sufrimientos que había de padecer a manos de los judíos y de los
gentiles. Y los exhortó a que le siguieran por el camino de la cruz y del
sacrificio (Mt 16, 24 ss). Pocos días
después de estos sucesos, que habían tenido lugar en la región de Cesarea de
Filipo, quiso confortar su fe, pues, -como enseña Santo Tomás- para que una
persona ande rectamente por un camino es preciso que conozca antes, de algún
modo el fin al que se dirige: “como el arquero no lanza con acierto la saeta si
no mira primero al blanco al que la envía. Y esto es necesario sobre todo
cuando la vía es áspera y difícil y el camino laborioso... Y por esto fue conveniente que manifestase a sus discípulos la gloria
de su claridad, que es los mismo que transfigurarse, pues en esta claridad
transfigurará a los suyos” (Sto. Tomás, Suma teológica).
Nuestra vida
es un camino hacia el Cielo. Pero es una vía que pasa a través de la Cruz y del
sacrificio. Hasta el último momento habremos de luchar contra corriente, y es
posible que también llegue a nosotros la tentación de querer hacer compatible
la entrega que nos pide el Señor con una vida fácil, como la de tantos que viven
con el pensamiento puesto exclusivamente en las cosas materiales... “¡Pero no
es así! El cristianismo no puede
dispensarse de la cruz: la vida cristiana no es posible sin el peso fuerte y
grande del deber... si tratásemos de quitarle ésto a nuestra vida, nos
crearíamos ilusiones y debilitaríamos el cristianismo; lo habríamos
transformado en una interpretación muelle y cómoda de la vida” (Pablo VI,
Alocución 8-IV-1966). No es esa la senda que indicó el Señor.
Los
discípulos quedarían profundamente desconcertados al presenciar los hechos de
la Pasión. Por eso, el Señor condujo a tres de ellos, precisamente a los que
debían acompañarle en su agonía de Getsemaní, a la cima del monte Tabor para
que contemplaran su gloria. Allí se mostró “en la claridad soberana que quiso
fuese visible para estos tres hombres, reflejando lo espiritual de una manera
adecuada a la naturaleza humana. Pues, rodeados todavía de la carne mortal, era
imposible que pudieran ver ni contemplar aquella inefable e inaccesible visión
de la misma divinidad, que está reservada en la vida eterna para los limpios de
corazón” (San León Magno, Homilía sobre la transfiguración), la que nos aguarda
si procuramos ser fieles cada día.
También a nosotros quiere el Señor confortarnos con la
esperanza del Cielo que nos aguarda, especialmente si alguna vez el camino se
hace costoso y asoma el desaliento. Pensar
en lo que nos aguarda nos ayudará a ser fuertes y a perseverar. No dejemos de
traer a nuestra memoria el lugar que nuestro Padre Dios nos tiene preparado y
al que nos encaminamos. Cada día que pasa nos acerca un poco más. El paso del
tiempo para el cristiano no es, en modo alguno, una tragedia; acorta, por el
contrario, el camino que hemos de recorrer para el abrazo definitivo con Dios:
el encuentro tanto tiempo esperado.
Jesús tomó
consigo a Pedro, a Santiago y a Juan, y los llevó a un monte alto, y se
transfiguró ante ellos , de modo que su rostro se puso resplandeciente como el
sol y sus vestidos blancos como la luz. En esto se le aparecieron Moisés y
Elías hablando con Él (Mt 17, 1-3). Esta visión produjo en los Apóstoles una
felicidad incontenible; Pedro la expresa con estas palabras: Señor, ¡qué bien
estamos aquí!; si quieres haré aquí tres tiendas: una para Ti, otra para Moisés
y otra para Elías (Mt 17, 4). Estaba tan contento que ni siquiera pensaba en sí
mismo, ni en Santiago y Juan que le acompañaban. San Marcos, que recoge la
catequesis del mismo San Pedro, añade que no sabía lo que decía (Mc 9, 6).
Todavía estaba hablando cuando una nube resplandeciente los cubrió con y una
voz desde la nube dijo: Éste es mi Hijo, el Amado, en quien tengo mis
complacencias: escuchadle (Mt 17, 5).
El recuerdo
de aquellos momentos junto al Señor en el Tabor fueron sin duda de gran ayuda
en tantas circunstancias difíciles y dolorosas de la vida de los tres
discípulos. San Pedro lo recordará hasta el final de sus días. En una de sus
Cartas, dirigida a los primeros cristianos para confortarlos en un momento de
dura persecución, afirma que ellos, los Apóstoles, no han dado a conocer a
Jesucristo siguiendo fábulas llenas de ingenio, sino porque hemos sido testigos
oculares de su majestad. En efecto Él fue honrado y glorificado por Dios Padre,
cuando la sublime gloria le dirigió esta voz: Éste es mi Hijo, el Amado, en quien
tengo mis complacencias. Y esta voz, venida del cielo, la oímos nosotros
estando con Él en el monte santo (2 Pdr 1, 16-18). El Señor, momentáneamente,
dejó entrever su divinidad, y los discípulos quedaron fuera de sí, llenos de
una inmensa dicha, que llevarían en su alma toda la vida. “La transfiguración
les revela a un Cristo que no se descubría en la vida de cada día. Está ante
ellos como Alguien en quien se cumple la Alianza Antigua, y, sobre todo, como
el Hijo elegido del Eterno Padre al que es preciso prestar fe absoluta y
obediencia total” (Juan Pablo II, Homilía 27-II-1983), al que debemos buscar
todos los días de nuestra existencia aquí en la tierra.
¿Qué será el
Cielo que nos espera, donde contemplaremos, si somos fieles, a Cristo glorioso,
no en un instante, sino en una eternidad sin fin?
Todavía
estaba hablando, cuando una nube resplandeciente los cubrió y una voz desde la
nube dijo: Éste es mi Hijo, el Amado, en quien tengo mis complacencias:
escuchadle (Mt 17, 5). ¡Tantas veces le hemos oído en la intimidad de nuestro
corazón!
El misterio
que celebramos no sólo fue un signo y anticipo de la glorificación de Cristo,
sino también de la nuestra, pues, como nos enseña San Pablo, el Espíritu da
testimonio junto con nuestro espíritu de que somos hijos de Dios. Y si somos
hijos también herederos: herederos de Dios, coherederos de Cristo; con tal que
padezcamos con Él, para ser con Él también glorificados (Rom 8, 16-17). Y añade
el Apóstol: Porque estoy convencido de que los padecimientos del tiempo presente
no son comparables con la gloria futura que se ha de manifestar en nosotros
(Rom 8, 18). Cualquier pequeño o gran sufrimiento que padezcamos por Cristo
nada es si se mide con lo que nos espera. El Señor bendice con la Cruz, y
especialmente cuando tiene dispuesto conceder bienes muy grandes. Si en alguna
ocasión nos hace gustar con más intensidad su Cruz, es señal de que nos
considera hijos predilectos. Pueden llegar el dolor físico, humillaciones,
fracasos, contradicciones familiares... No es el momento entonces de quedarnos
tristes, sino de acudir al Señor y experimentar su amor paternal y su consuelo.
Nunca nos faltará su ayuda para convertir esos aparentes males en grandes
bienes para nuestra alma y para toda la Iglesia. “No se lleva ya una cruz cualquiera,
se descubre la Cruz de Cristo, con el consuelo de que se encarga el Redentor de
soportar el peso” (J. Escrivá de Balaguer, “Amigos de Dios”). Él es, Amigo
inseparable, quien lleva lo duro y lo difícil. Sin Él cualquier peso nos
agobia.
Si nos mantenemos
siempre cerca de Jesús, nada nos hará verdaderamente daño: ni la ruina
económica, ni la cárcel, ni la enfermedad grave..., mucho menos las pequeñas
contradicciones diarias que tienden a quitarnos la paz si no estamos alerta. El
mismo San Pedro lo recordaba a los primeros cristianos: ¿quién os hará daño, si
no pensáis más que en obrar bien? Pero si sucede que padecéis algo por amor a
la justicia, sois bienaventurados (1Pdr 3, 13-14).
Pidamos a
Nuestra Señora que sepamos ofrecer con paz el dolor y la fatiga que cada día
trae consigo, con el pensamiento puesto en Jesús, que nos acompaña en esta vida
y que nos espera, glorioso al final del camino. Y cuando llegue aquella hora en
que se cierren mis ojos humanos, abridme otros, Señor, otros más grandes para
contemplar vuestra faz inmensa. ¡Sea la muerte un mayor nacimiento! (J.
Margall, Canto espiritual), el comienzo de una vida sin fin.
Fuente: Extracto del libro “Hablar con Dios”, de Francisco
Fernández-Carvajal .www.iglesia.org
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