miércoles, 23 de octubre de 2013

LA FUERZA DE LA ORACIÓN.

14 Pero persiste tú en lo que has aprendido y te persuadiste, sabiendo de quién has aprendido 15 y que desde la niñez has sabido las Sagradas Escrituras, las cuales te pueden hacer sabio para la salvación por la fe que es en Cristo Jesús. 16 Toda la Escritura es inspirada por Dios y útil para enseñar, para redargüir, para corregir, para instruir en justicia, 17 a fin de que el hombre de Dios sea perfecto, enteramente preparado para toda buena obra.
Te suplico encarecidamente delante de Dios y del Señor Jesucristo, que juzgará a los vivos y a los muertos en su manifestación y en su Reino, que prediques la palabra y que instes a tiempo y fuera de tiempo. Redarguye, reprende, exhorta con toda paciencia y doctrina, pues vendrá tiempo cuando no soportarán la sana doctrina, sino que, teniendo comezón de oir, se amontonarán maestros conforme a sus propias pasiones, y apartarán de la verdad el oído y se volverán a las fábulas. Pero tú sé sobrio en todo, soporta las aflicciones, haz obra de evangelista, cumple tu ministerio. 2 Timoteo 3:14 - 4:5

Señor, me reconozco incapaz de transmitir positividad a los que me rodean.
Estoy agotado. Mi cuerpo renquea. Mi mente no está tan lúcida como quisiera.
Mi trabajo empieza a ser una rueda sin alma. Me siento el asno tras la zanahoria, dejando una huella tan profunda, y perfecta, como inútil.
Señor, Tú siempre has estado a mi lado, aun en las circunstancias más difíciles, y ahora no alcanzo a verte más allá de cómo una sombra, un eco en los que me rodean.
Perseveramos en la oración, sin hora ni espacio para compartirla, pero no nos fortalece, no nos renueva, porque no te la ofrecemos en Comunión.

Señor, te necesito. No me abandones. 

Gracias, Señor, por mi debilidad, por la fragilidad del terreno que piso. Sabes que me crezco ante la dificultad. Mi esperanza es alcanzar el corazón de los que me acompañan en el camino y llevarlos hacia Ti.
Gracias, Señor, por las pruebas que paso cada día, por los desiertos donde predico y por la noria en la que doy vueltas. Sin Tu ayuda estoy perdido.
Gracias, Señor, por mi inutilidad, mi necesidad y mi abandono, porque me hacen humilde y no orgulloso, sabio y no redicho, palabra para compartir y no palabra para dominar,
Gracias, Señor, por dejarme ser tu susurro y tu altavoz, cada semana en esta oración.

LA PALABRA: Lucas 18,1-8


Les propuso una parábola para inculcarles que era preciso orar siempre sin desfallecer: «Había en una ciudad un juez que ni temía a Dios ni respetaba a los hombres. Había en aquella misma ciudad una viuda que, acudiendo a él, le dijo: `¡Hazme justicia contra mi adversario!' Durante mucho tiempo no quiso, pero después se dijo a sí mismo: `Aunque no temo a Dios ni respeto a los hombres, como esta viuda me causa molestias, le voy a hacer justicia para que deje de una vez de importunarme.'»
Dijo, pues, el Señor: «Oíd lo que dice el juez injusto; pues, ¿no hará Dios justicia a sus elegidos, que están clamando a él día y noche? ¿Les hará esperar? Os digo que les hará justicia pronto. Pero, cuando el Hijo del hombre venga, ¿encontrará la fe sobre la tierra?»

 El auxilio nos viene del Señor. Con la oración nos hacemos
 invencibles. Y rezar es hablar con nuestro padre Dios. ¿Probamos?

“El auxilio me viene del Señor”  Aunque nos cueste reconocerlo, la verdad es que nosotros solemos acudir a Dios como último recurso, cuando ya humanamente no hay nada que hacer. El salmo responsorial de la misa de hoy nos lo recuerda: “El auxilio me viene del Señor que hizo el cielo y la tierra”.
Nos leían en la primera Lectura: “En aquellos días Moisés atacó a Amalec. Y a Moisés, hombre de Dios, se le ocurrió una estrategia muy común en él: se puso  en oración con las manos en alto. Mientras las tenía así, vencía. Y fue de este modo como ganó la guerra. “Levanto mis ojos a los montes –continúa el texto del salmo responsorial-. ¿De dónde me vendrá el auxilio? El auxilio me viene del Señor que hizo el cielo y la tierra”.
El evangelio nos propone la imagen de un hombre del que no se puede esperar nada. Inaccesible, insensible. Las súplicas más angustiosas rebotan contra aquella armadura de dureza imposible de vencer. De otra parte, la imagen de una viuda, imagen de la debilidad desarmada. Privada de apoyos, desprovista de recomendaciones. La batalla, a primera vista, parece perdida. La debilidad indefensa no tiene posibilidad alguna de triunfar sobre la fuerza arrogante y sobre l indiferencia impenetrable.
 A pesar de todo, la pobre mujer no se arredra. Va a ver al juez una, diez, veinte veces. Lo aborda apenas se pone a tiro. Y no se cansa frente a los desplantes. Lo persigue, lo acosa, le rompe los oídos. Al final él tiene que capitular. No aguanta más estos lamentos. Y decide hacer justicia a la mujer para quitársela de en medio. En realidad la viuda había intuido que el juez invencible tenía un punto débil. Precisamente su egoísmo, su deseo de no ser molestado. La insistencia de la solicitante termina por aburrir al representante de la ley. La debilidad ha prevalecido sobre la fuerza.
No hemos de tener miedo a nuestra debilidad. Al contrario, tenemos que alegrarnos de ella. No nos desanimemos a causa de nuestra impotencia. No nos dejemos impresionar por las dificultades “invencibles”. El arma decisiva la tenemos nosotros en la oración precisamente. La pobre  viuda tenía ante sí a un juez que ni temía a Dios ni le importaban los hombres. Cuando nosotros rezamos no nos escucha un juez insensible, sino un padre que se deja herir  por el grito de sus hijos.
No, no es la debilidad contra la fuerza. Es una debilidad (la nuestra) contra otra debilidad (la de Dios. Y nada más vulnerable que un Dios que ama). Dios, a diferencia del juez perezoso, no nos oye para no ser molestado más. Él, al contrario, ama nuestra insistencia fastidiosa. Agradece nuestras demandas machaconas. Desea ser importunado: “Pedid y se os dará, llamad y se os abrirá”.
No tenemos que rendirnos al cansancio. El mismo Jesús nos enseñó con su ejemplo a rezar con pereseverancia: en el desierto oró con insistencia. Y más tarde los cristianos son asiduos en la oración. ¿Por qué esta insistencia en la oración? Porque el evangelista San Lucas que es el autor del evangelio de hoy, prevé que la Iglesia ha de vivir tiempos difíciles. Correrá el peligro de perder su fe, su confianza, su esperanza. Es rezando como se llega incluso a dar la vida gustosos por Cristo, como lo hicieron los 522 mártires que eran declarados beatos el pasado domingo.  
Nos lo dijo el propio Jesús: “Legarán tiempos en que os perseguirán, os echarán mando. Con vuestra perseverancia salvaréis vuestras almas”.

REFLEXIÓN
Afirman los biblistas que uno de los temas más sobresalientes de todo el evangelio de Lucas es el de oración. Y es verdad. Quizá más que los otros tres, el evangelista médico nos presenta esta faceta de la personalidad de Jesucristo. Y abundan también las enseñanzas de nuestro Señor sobre este argumento.

Hace algunos meses reflexionábamos en el Padrenuestro, en la parábola del amigo inoportuno y en la exhortación de Jesús a la oración confiada y perseverante al Padre celestial. Y ahora vuelve nuevamente sobre el tema en este domingo, hablándonos de la parábola del juez inicuo y de la viuda.

Es muy interesante lo que nos dice el mismo san Lucas al inicio de esta exhortación: “Jesús –nos refiere— para explicar a los discípulos cómo tenían que orar siempre sin desanimarse, les propuso esta parábola”. El objetivo está bastante claro: quiere enseñarnos a orar siempre y con perseverancia, y a no cansarnos ante las dificultades, incluso cuando parezca que Dios no escucha nuestras plegarias.

Esta historia resulta bastante sugerente. Nuestro Señor nos presenta a un juez inicuo, sin escrúpulos, despreocupado, injusto y sin ningún temor de Dios ni de los hombres. Y había también una pobre viuda, que acudía a él con frecuencia y le pedía que le hiciera justicia. El juez, altanero e irresponsable, al principio se negó y le dio largas al asunto. “¡Total, se trata de una pobre mujer, y además viuda!” –tal vez pensaría ese juez injusto—. En Israel, como en todo el antiguo Oriente, los huérfanos y las viudas eran el símbolo de la debilidad, pues no contaban con un padre o un esposo que pudiera protegerlos y velar por ellos. Tal vez por eso aquel juez se sentía seguro en su indolencia.

Sin embargo, aquella mujer le seguía insistiendo. Y es impresionante la descripción que nos hace Jesús de ese juez: “Aunque ni temo a Dios ni me importan los hombres –se dijo— como esa viuda me está fastidiando, le haré justicia, no vaya a acabar pegándome en la cara”. Y es el mismo Señor quien pondera la actitud y la respuesta de este desalmado. Y enseguida viene la pregunta y la aplicación de Jesús: “pues Dios, ¿no hará justicia a sus elegidos que le gritan de día y de noche? ¿o les dará largas? Os digo que les hará justicia sin tardar”.

Está claro que Dios escuchará nuestras plegarias sólo si nosotros somos perseverantes y no nos cansamos de presentarle nuestras peticiones. Por supuesto que Dios no se identifica, absolutamente, con ese juez. La parábola nos impresiona por el contraste: si aquél, siendo tan canalla, atiende a la viuda porque se lo pide hasta hartarlo, ¿cómo no hará caso nuestro Padre celestial a las súplicas que le dirigimos, si Él es infinitamente bueno y generoso?

Pero cabría ahora preguntarnos si nosotros, efectivamente, somos perseverantes en la oración, o si desistimos después de dos o tres intentos. Se cuenta que un joven sacerdote que trabajaba en una parroquia cercana a Ars, fue un día a desfogarse con el santo Cura y a expresarle toda su amargura porque, no obstante todo el trabajo pastoral que realizaba, sólo veía escasos frutos en las almas. Y se lamentó: “¡He hecho todo lo posible, pero no veo ningún fruto!”. A lo cual, el cura de Ars le respondió: “¿Has hecho realmente todo lo posible? ¿De verdad rezas con toda el alma a Dios? ¿Has pasado noches en oración pidiendo al buen Dios que te ayude?”.

Debemos aprender la lección. Tal vez nos contentamos con pedirle a Dios una o dos veces aquello que necesitamos, y ya. Pero Jesús nos enseña una cosa muy distinta. Nos viene casi a decir que Dios quiere que lo “hartemos” con nuestras súplicas; que Él quiere que insistamos en la oración y no nos preocupemos si podemos resultarle “cansones”, pues así probamos la fe, la confianza y el amor filial que le tenemos.

Pero, para ello, necesitamos de una fe muy grande y muy viva en Dios nuestro Padre; y una fe en que, aquello que le pedimos, nos lo va a conceder. Y es lo que Jesús nos dice al final del evangelio de hoy: “Cuando venga el Hijo del hombre, ¿encontrará esta fe en la tierra?”. Es una pregunta muy fuerte e impresionante. Al menos, ¿tenemos nosotros esa fe que nos pide nuestro Señor? ¿es tan grande nuestra fe que es capaz de iluminar las tinieblas del mundo en que vivimos y de alimentar la fe de los demás?...... Ojalá que sí. Pidámosle hoy a Jesús esa gracia. P. Sergio Cordova 




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