viernes, 1 de noviembre de 2013

LA FIESTA DE TODOS LOS SANTOS

 Ser santo/a. Lo único que merece la pena. Vamos a intentarlo. Eso sí:
 con alegría. Porque un santo triste es un triste santo. Saludos
 cordiales. P. Alberto Busto     

Todos los santos. Es el escritor francés, autor de ”El Principito”, el que nos recuerda cómo cuando emigran las aves, los patos salvajes, las ocas, y observan ese vuelo fantástico las aves de corral, es fácil suponer que a éstas les entra envidia. Se pasan la vida en estanques, gallineros, lugares cerrados. Y de repente se dan cuenta de que el cielo existe, que hay espacio allá arriba sin alambradas ni limitaciones. En una palabra: que tienen alas. Pero no las usan. Esas aves migratorias a veces son casi incontables. La  fiesta de Todos los Santos debe despertar en nosotros envidia, porque con excesiva frecuencia vivimos limitados por muchas cosas, esclavos de los sentidos, de la moda, del dinero. Apegados al suelo. Hoy levantamos los ojos al leer la primera Lectura y escuchamos la revelación de un testigo: “Vi una multitud inmensa que nade podía contar”. Nos cuesta volar. Intentamos  dos o tres golpes de ala, e inmediatamente nos precipitamos en nuestro patio. Volvemos a nuestras cosas de siempre. Y hoy, la celebración de Todos los Santos, para que resulte verdadera, debe agitar en nosotros  una mezcla de sentimientos: gratitud y remordimiento, admiración y rabia, orgullo y nostalgia, alegría e inquietud, paz y desconcierto. Y también humillación. Porque hemos quedado reducidos a tan poca cosa por nuestras alas atrofiadas.       

Los santos, cuando aparecen en nuestro horizonte, constituyen una provocación. Nos echan en cara tantas cosas fallidas. Porque la gran ocasión fallida en nuestra vida es la santidad.      
Y seguimos leyendo. Y en la segunda Lectura topamos con este texto: “Mirad qué amor nos ha tenido el Padre”. Mientras nos obstinemos en hurgar entre los residuos de nuestro pequeño mundo, mientras continuemos viviendo replegados sobre nosotros mismos, no lograremos jamás “ver” el amor del Padre.  Fiesta de Todos los Santos. Lo peor es que nos imaginamos que la santidad está hecha de quién sabe qué materia. Pero la santidad está hecha exclusivamente de amor. Es cuestión de amar. El resto es solamente el marco. El santo es alguien que no tiene miedo de dejarse amar. Si la santidad nos parece difícil es porque no tenemos el coraje de dejarnos amar. Otro texto de las Lecturas de hoy: “Ahora somos hijos de Dios y aún no se ha manifestado lo que seremos”. Pero el verdadero problema es que no sólo no conocemos “lo que seremos”, sino que no sabemos (o no queremos saber)  lo que somos, lo que podemos ser.  Ser santo. Y se piensa instintivamente en una alegría impalpable, irreal, muy distinta de la experimentada por los habitantes de este mundo. Y sobre todo, una alegría de la que sólo se puede gozar después de muertos. Una alegría que no se disuelve, porque tiene la misma duración que Dios. La felicidad que te dan los otros  es siempre precaria, provisional. Te la conceden, pero en la primera ocasión te la quitan. Dios, por el contrario, no retira su ofrecimiento de felicidad. Pero para entenderla, para entender su secreto es necesario un movimiento preciso: “Se sentó y se acercaron sus discípulos. Y él se puso a hablar enseñándoles: Bienaventurados…” Es necesario acercarse y oír una palabra distinta, insólita. El secreto de la felicidad de Dios. Resumiendo: la provocación fundamental de la fiesta de hoy consiste en unir la vocación a la santidad con la vocación a la alegría. Los santos, todos los santos, aunque su variedad sea infinita, han oído que les llamaban a la cita con la felicidad. Y no han sabido resistir a esa llamada. Los santos, esos impacientes de la alegría. En el fondo, la alegría es la única tentación a la que todos los santos han cedido y siguen cediendo. Merece la pena hacer la prueba.  

  

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