viernes, 1 de noviembre de 2013

DE FARISEOS Y PUBLICANOS.


Lectura de la segunda carta del Apóstol San Pablo a Timoteo. (2 Tim 4, 6-8.16-18)

Querido hermano yo estoy ya a punto de ser ofrecido en sacrificio; el momento de mi
partida está muy cerca. He combatido el buen combate, he concluido mi carrera, he
conservado la fe; sólo me queda recibir la corona merecida, que en el último día me
dará el Señor, justo juez; y no sólo a mí, sino también a todos los que esperan con
amor su venida. En mi primera defensa nadie me ayudó; todos me abandonaron. ¡Que
Dios no se lo tenga en cuenta! Pero el Señor me ayudó y me dio fuerzas, de tal modo
que la palabra ha sido anunciada cumplidamente por mí y oída por los paganos.
Y yo he sido librado de la boca del león. El Señor me librará de todo mal y me dará la salvación en su reino celestial. A él la gloria por los siglos de los siglos. Amén.

 Llevo dos oraciones trayendo a San Pablo a nuestra cabecera. Él es figura de ejemplo y de creación. Es el llamado a llevar la Palabra a los gentiles. Él es el perseguidor perseguido y ajusticiado, por la fe. Él es la Piedra, tras Pedro. Un canto de río, que se usa tanto para lapidar como para construir Iglesia.
Le toca ser, unas veces, clavo y, otras, martillo, en las primeras comunidades cristianas. Su aventura es la nuestra actualmente. ¡Os invito a descubrirle!


LA PALABRA:

En aquel tiempo dijo Jesús esta parábola a unos que se tenían por justos y
despreciaban a los demás:
 «Dos hombres fueron al templo a orar; uno era fariseo y el otro publicano.
El fariseo, de pie, hacía en su interior esta oración: Dios mío, te doy
gracias porque no soy como el resto de los hombres: ladrones, injustos, adúlteros, ni
como ese publicano; yo ayuno dos veces por semana y pago los diezmos de todo lo
que poseo.


El publicano, por el contrario, se quedó a distancia y no se atrevía ni a
levantar sus ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho y decía: Dios mío, ten
compasión de mí, que soy un pecador.
Os digo que éste volvió a su casa justificado, y el otro no.
Porque el que se ensalza será humillado, y el que se humilla será
ensalzado».(Lc 18,9-14)


 Dios tiene preferencia por los humildes, los pecadores que se
 reconocen como tales.
 A eso ha venido Jesús a este mundo: a salvar a los pecadores, 
 entre los cuales estamos nosotros: “Oh Dios, ten
 compasión de este pecador”. Saludos cordiales.
(P. Alberto Busto)
           


Que soy un pecador. Cada domingo aprendemos algo nuevo. Hoy, a rezar. La primera Lectura nos recordaba que “el Señor es un Dios justo que no puede ser parcial”.

            


Pero el modo divino de ser imparcial consiste en demostrar parcialidad, o sea una preferencia descarada por el humilde, el pobre, el pecador que se reconoce como tal, el descalificado por los moralistas. En esta parábola que nos propone Jesús aparecen un fariseo y un publicano. El fariseo es un personaje que se complace en sí mismo. Y para admirar mejor su rostro de perfección tiene necesidad del espejo deformante de quien reza a su lado.
            El fariseo no reza. Se mira, se contempla, se oye rezar. “Oh Dios, te doy gracias porque no soy como los demás hombres: ladrones, injustos, adúlteros. Ni como ese publicano”. Se ha hecho a sí mismo con lo que ha puesto de extraordinario en las prácticas religiosas. No ha ahorrado sacrificios y penitencias. Se ha lanzado mucho más allá de los límites de lo “debido”, de lo preceptuado por la ley. En vez de hacer el examen de conciencia, que lo convertiría en un pobre grato a Dios, hace el examen de complacencia. El publicano, al contrario, no multiplica las palabras. Su oración es sobria, humilde, penetrada de la conciencia de la propia indignidad y de las propias miserias: “Oh Dios, ten compasión de este pecador”.
                                        


            Cristo en esta parábola nos revela un Dios que no sabe  “contar” los méritos, pero que da sin contar, su misericordia, su perdón a quien reconoce que tiene necesidad de él. El fariseo reza así porque está bajo el signo de la ley antigua, considerada como un conjunto de normas rígidas que hay que observar y de prácticas legalistas  que hay que cumplir. Jesús hace entender que con Él se pasa de la antigua a la nueva Alianza cuando se cae en la cuenta  de que no basta obedecer, observar, estar en orden; sino amar gratis.
            El fariseo de la parábola no da gracias a Dios por su grandeza y su misericordia, sino por lo que él es, a diferencia de los otros. Tiene necesidad de los fondos oscuros, de los yerros ajenos para resaltar mejor los propios méritos: “Te doy gracias, Señor, porque no soy como los demás hombres. Yo estaría obligado a respetar el ayuno una vez al año, pero ayunos dos días a la semana, reparando así los pecados de tantos increyentes. Es un hombre a quien Dios incluso debe algo.          Allá en el fondo, en la penumbra, un publicano, o sea un recaudador de impuestos. Usurero, ladrón, prestamista. Un ser abominable, odioso, despreciado. No se atreve a levantar los ojos al cielo ni las manos vacías de buenas obras. Usa las manos simplemente para golpearse el pecho.
             Y resulta que la conclusión es desconcertante, como tantas veces ocurre en el evangelio. Ciertamente Dios no condena las obras buenas del fariseo. Tampoco aprueba las deshonestidades del publicano. El fariseo se equivoca no porque se comporte honestamente, sino porque se pone delante de Dios como un calculador puntilloso de los propios méritos. Es un contable de la religión y de la moral. Si virtud es sombría, aburrida, no liberadora.
            El publicano sabe que es un canalla y lo reconoce. Y para no serlo más tiene necesidad de la misericordia del Señor. Tampoco cae en el error de creerse bueno a cargo de los defectos ajenos. En ese caso se convertiría en un fariseo.
Sólo cuando estamos sinceramente convencidos de no tener nada presentable, entonces podemos presentarnos ante  Dios. Se diría que Él tiene una cierta simpatía por aquellos que, golpeándose el pecho, le hacen una señal de que tienen ganas de volver a empezar. Éstos podíamos ser nosotros.     

 Creo que lo del Fariseo y el Publicano, es nuestro particular “ying-yang”  judeocristiano. Reconocernos en esos espejos, retratados como tal, es un principio.
(Es como saber que por las fechas y el devenir del otoño, nuestra pastoral debe ser de la salud, porque se está rifando que alguno de nosotros caiga enfermo. NOS PONEMOS EN MANOS DE DIOS. Así que… ¡SALUD y ÁNIMO!

 DE SEMILLAS Y TOREROS.    
  


Quiero ser maceta.
Lugar,
Grial,
lagar,
ciencia.
Polvo y tierra.

Quiero ser semilla.
Diminuta,
resistente,
disconforme,
fuerte.
Recuerdo y primavera.

Quiero ser cuerda.
Lazo,
abrazo,
tejido,
esparto,
lana.

Quiero ser planta.
Raíz,
tocón,
enredadera,
memoria de árbol,  
brizna de hierba.

Quiero ser bote.
Sin tapa,
sin tapujos,
sin etiqueta,
sin caducidad.
¡Abierto! YA ME LLENARÁS.
Quiero ser brote.
Memoria,
vida,
conciencia.
primicia.
Pérdida y salida.

Quiero ser lote.
Cesta,
suerte,
dulce,
licor,
Amor y fiesta.

Quiero ser fuente.
Patio,
pozo,
corriente.
Riego.
Riesgo y sombra.

Quiero ser plaza.
Puerta,
capilla,
cielo.
Verónica.
Estatuario y faena.



Desde el ruedo de la FE, para todas las cuadrillas, los maestros, los artistas, las figuras.
Que no se nos olvide ser albero o sus círculos concéntricos, donde una vez somos la arena y otra la cal. Toreros/semillas, siempre dispuestos, entregados, con oficio, para lidiar el toro que nos echen, para y por los demás. ¡AMÉN!



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