sábado, 26 de enero de 2013

CUENTO PUBLICANO PARA DESPERTAR DEL SUEÑO DE LOS JUSTOS


                                MENDIGOS by JONATHAN DARBY

Ellos no tienen lecho, pero sus manos son las que hicieron nuestras casas.
Ellos comen cuando pueden, pero por ellos  comemos cuando queremos.
Ellos son zapateros, pero están descalzos.
Ellos nos visten, pero están desnudos.
Ellos son los dueños del aire cuando manejan alas, mas son los limosneros del aire de la tierra.
Ellos no hablan, tienen palabras vírgenes...
Hacen nuevo lo viejo...
La mañana lo sabe y los espera...               
(Manuel del Cabral. República Dominicana)

El carisma tellista llama a nuestras conciencias cada mañana.
Me monto en el metro. Voy a ir a trabajar. Ya soy un privilegiado tan solo por esto. La gente ha activado el modo anodino y realiza su trayecto habitando en  limbos lisérgicos tecnificados o luchando entre abrazar a sus musas o dejarse caer, nuevamente, en los brazos de morfeo.
Yo ejerzo como ser anacrónico, pasando las páginas del periódico, ávido de noticias, para evitar que la falta de tiempo del día anterior alimente mi rutina ignorante y descreída.
Entonces entra en escena ella. Inmediatamente el silencio es incómodo. Las miradas, como raptadas por Julio Verne, practican las 20.000 leguas de viaje submarino, al unísono, como si formaran parte de  una coreografía que nos quisiera ilustrar sobre el triunfo de la desafección.
(Me imagino al coreógrafo del balet  Bolsoy llorando de emoción y rabia al contemplarnos. La emoción por la belleza decadente de nuestro egoísmo y la rabia por su impotencia, al saberse incapaz de copiar y mejorar la obscena naturalidad de los bailarines de ese vagón de metro.)
Yo mascullo el “siempre habrá pobres y siempre habrá pobreza, mientras su figura, menuda y torpe, avanza  recitando la letanía inmisericorde “del acabose”, “del sin Dios”, “del estoy a los pies de los caballos” en que su triste vida se ha transformado. Ese mantra entra en mi y devora mis entrañas, cual Saturno hacía con sus hijos:
”Soy una madre de familia. Mi marido falleció recientemente y tengo tres hijos. No tengo trabajo. He acudido a muchos sitios pidiendo ayuda y solamente CARITAS me ha ayudado un poquito dándome algo de comida. He solicitado una paga para haber si me la dan (¿?)No tengo ningún ingreso y tengo que cuidar muy bien de mis hijos porque si no me los van a quitar. Si pudieran ayudarme, yo se lo agradecería pero muchísimo, ¡pero muchísimo!
¡Una ayuda, por favor!”
Entonces aparece la estación, el final del trayecto y las puertas nos vomitan como la mala digestión que somos. Acelerados y mudos recorremos el pasillo del trasbordo, sin volver la vista atrás. Liberados del peso sobre la conciencia únicamente aumentando la cadencia de paso, ¡espectacular!
Pero la realidad es terca. El impás de espera en el andén, hasta que llegue el nuevo tren, hace nuestra huida inútil. Ya se acerca, otra vez, a paso lento, pero decidido nuestra culpa, contando, cual inocente Judas, las monedas.
Entonces me descubro inmerso en el cálculo anestésico del “ojos que no ven…”. Entro en el cuarto vagón, sabedor de que no voy a bailar más por hoy.
Cuando al entrar al colegio me dirijo, como todos los días, a la capilla, sé que voy a escuchar el “dónde están mis pobres” de boca de todos los allí presentes, antes de que tan siquiera inicie la oración.
Les pido perdón, de todo corazón.
Clavo mis ojos en la luz del Sagrario y exclamo:
¡AYÚDAME, SEÑOR, CON LA PASTORAL… ABISAL!
                                                                           ALBERTO

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